jueves, 17 de febrero de 2011

REINA CUMAYASA

Regresamos. Sin haberlo hablado con anterioridad, casi por instinto. En la despedida de la Republica Dominicana, volvimos al hotel Reina Cumayasa. Como muchas cosas en nuestra vida, lo encontramos por azar. Un establecimiento de alto estanding, alejado de los circuitos turísticos y prácticamente vacío. Ubicado en la desembocadura de un río, el hotel constituía la primera edificación de un gran complejo marítimo financiado por un consorcio alemán. Actualmente solo existía un bloque principal que albergaba los servicios generales y otro, próximo al litoral fluvial, con 25 habitaciones magníficamente decoradas, con servicios de minibar, aire acondicionado, jacuzzi y terraza.
En la primera visita nos asignaron la suite nº 215 y, como huéspedes exclusivos, disfrutamos de un servicio rápido y particularizado. Hasta el gerente y el administrador financiero, ambos mallorquines, vinieron a saludarnos. La playita fue entonces casi privada, igual que la piscina y el restaurante. Aquel antiguo fin de semana estuvo envuelto en un halo mágico de sensualidad y confort.
Por eso volvimos. Solicitamos la misma habitación, de tan gratos recuerdos y la fuerza de la costumbre nos arrastró a repetir lo ya realizado: ir a la playa, pasear por los alrededores, cenar a la luz de la velas, descansar. De nuevo estábamos inmersos en el embrujo de aquel hotel peculiar.
La mañana del segundo día era impropia del verano caribeño. El cielo azul y la carencia total de brisa nos empujo, nada mas terminar el desayuno, a la playa. Mandamos traer dos tumbonas y nos las situaron en la única zona sombreada del arenal. Volvíamos a estar solos. José Luis, fiel a sus manías deportivas, se lanzó al agua perdiéndose, casi de inmediato, de mi vista. Yo me adormecí al tibio calor del sol.
.- Buenos días, ¿podemos poner nuestras hamacas junto a las suyas?
Me sobresalte viendo una pareja que, seguida por uno de los mozos del servicio, se colocaba a mi lado. Hasta ese momento nadie había aparecido por allí y consideraba el lugar como algo propio.
Di mi asentimiento y mire con curiosidad a los intrusos. El rondaría los 45 años. Alto, rubio, de ojos azules. Ella, algo más joven. Morena, de formas abundantes y con una cara insípida en la que resaltaban sus grandes ojos grises. Se presentaron, en un perfecto castellano, por parte de la mujer, como Erick y Carmen y tras ello empezó a contarme su vida. Hija de un emigrante español, refugiado político en los tiempos duros del franquismo, era el fruto del matrimonio de su padre con una noruega. Allí se crío y se caso años mas tarde. Erick, ingeniero agrónomo, en un español mas que aceptable, dijo encontrarse en Dominicana por razones de salud, ya que debía pasar los fríos inviernos de su país en un lugares de clima mas benigno.
El tiempo hizo que mi amistad con ella se fuese consolidado. Hablamos de la isla, del carácter difícil del dominicano, de Noruega, en donde vive mi amiga Loyda. Erick leía a ratos, paseaba o centraba su mirada en la línea azul del horizonte. Al llegar José Luis nos invitaron a unos roncitos con limón y continuamos a la sombra de los árboles con una charla generalista e intrascendente. Era una suerte, pensé para mi, encontrar una pareja así con la que poder hablar o callar sin que existan problemas lingüísticos y en la que cada uno hace lo que desea sin estar obligados a guardar determinados formalismos. Las horas transcurrían entre los paseos de los hombres, nuestra deslavazada conversación y algún roncito perdido para aplacar la sed.
Fuera de la sombra el calor y la luminosidad iban en aumento. Carmen, José Luis y yo nos zambullimos en el agua ante la mirada de Erick que, por prescripción médica prefirió no bañarse. José Luis anuncio que volvía a nadar y desapareció. Carmen y yo sacamos las hamacas al sol, bajamos los respaldos y nos tumbamos. Estaba inquieta. Miraba al noruego, su porte, su cara, su pelo, e intentaba descifrar el porque de su comportamiento, ausente en ocasiones y otras atento y servicial. Lo vi levantarse y empezar a extender crema bronceadora en el cuerpo de su compañera. Espíe como sus manos se deslizaban sobre su espalda, sus hombros, sus piernas. Sentí un poco de envidia y desee, por un instante, estar en su lugar. Un ligero escalofrío me recorrió el estomago y cerré los ojos.
.- Sonia, le oí decir, ¿quieres que te ponga crema?
Fue como si me hubiese leído la mente. Cabecee afirmativamente y más que relajarme me electrice. Deseaba sentir sus manos sobre mi piel, estaba nerviosa y excitada. Se apoyaron en los hombros y con mucha suavidad fue embadurnándome de crema. Me masajeo los brazos, la espalda, la cintura. Notaba, cada vez que llegaba al elástico del bikini, como lo levantaba para pasar los dedos por debajo. Hubiera deseado quitármelo y ofrecerle mi cuerpo desnudo, pero por pudor o falta de comunicación, no lo hice. Desplazo, eso si, el cintillo de la braguita para evitar que la crema lo manchara. Al avanzar por las piernas las abrí casi por instinto. Sentía sus dedos ir desde los tobillos a las nalgas, caer luego hacia el interior de los muslos, subir y bajar hasta detenerse justo al lado de mi sexo, húmedo ya en demasía. Inconcientemente baje mis manos hasta la braguita del bikini arrollándolo e introduciéndomelo en la raja del culo, dejando así totalmente al descubierto los glúteos. Algo de comunicación debía haber entre ambos pues sin decir nada empezó a distribuir aceite sobre ellos durante un periodo de tiempo que me pareció eterno. Daba la impresión que esas redondeces lo tenían fascinado. Entreabrí los ojos. Carmen, a nuestro lado, seguía despreocupada y feliz. Sus manos volaban sobre mis muslos, rozaban mi sexo, lo golpeabas suavemente, se demoraban sobre mi trasero desnudo. Sentí, o creí sentir, sus dedos muy cerca de la tela, por debajo de la tela, casi en la hendidura entre los glúteos, casi acariciándome el ano.
.- Ya esta bien, dijo de pronto refiriéndose a ambas, ahora a tomar el sol mientras yo subo a la habitación.
Así, con este escueto comentario partió hacía el hotel. Quede húmeda, caliente, incapaz de relajarme. Solo pensaba en Erick, en sus manos sobre mi cuerpo, en porque no arriesgó mas. Yo nada le hubiera dicho, le habría dejado hacer. Llego José Luis y me calme. Siempre, en los momentos más delicados, desaparecía. Se sentó entre nosotras y empezó hablar del agua, de su claridad, su transparencia, la temperatura tan agradable. Estaba nerviosa. Me senté en la hamaca y le pedí que fuera por bebidas y tabaco. Al irse me desabroche la parte superior del bikini y deje al aire mis pechitos. Hubiera preferirlo hacerlo antes, en presencia de Erick, pero no tuve valor.
.- No te bronceas el pecho, pregunte a Carmen, solo con la idea maligna de que, si lo hacia, debería que verlo también José Luis, a quien tanto le gustan estas cosas. Su suave negativa me dio a entender que tenía perdida la batalla.
Ardía. Recogimos las cosas y nos fuimos. Por fortuna ni los clientes ni el personal del servicio pudieron contemplar como, a medida que subíamos las escaleras, íbamos desprendiéndonos de los bañadores. Llegamos totalmente desnudos, en un estado de excitación tal que caímos en la cama y allí nos poseímos como si hiciera cien años que no hacíamos el amor. No hubo, en aquella posesión, ni cariño ni delicadeza, solo sexo, embestidas de cuerpo contra cuerpo, lujuria desbordada, ansias de exhibicionismo. La puerta estaba abierta pero nadie participo visualmente de nuestra orgia. Dormimos envueltos en semen y sudor.
El descanso y el frescor de la tarde me tranquilizaron. Tras la ducha y la correspondiente hidratación corporal, nos ceñimos a la cintura sendos pareos y salimos a la terraza a contemplar uno más de los bellos atardeceres caribeños.

.- ¿Podemos pasar?
Oímos sus voces y casi al instante vimos a Carmen y Erick entrar en la habitación. José Luis se levanto a recibirles y yo apenas si tuve tiempo de subirme el pareo y atármelo por encima del pecho.
.- No os molestéis, decía Erick, es una visita informal. Carmen y yo pensábamos invitaros a tomar una copa y una cena fría a modo de fiesta sorpresa.
Yo era la mas sorprendida viéndolos avanzar seguidos por un camarero con un carrito en el que había ron, ginebra, vino, cervezas y abundantes “boquitas”.
.- Perdonad nuestro atuendo, estábamos viendo la puesta de sol desde la terraza.
.- No hay problemas, dijo Carmen acomodándose en el sofá.
Me encontraba desnuda bajo el pareo e intentaba por todos los medios que la raja lateral del mismo no se abriese más de lo estrictamente necesario. Tras la primera impresión, mientras José Luis y Erick se dedicaban a servir los “tragos”, observe con detalle a los recién llegados. Iban elegantes, como salidos de la ducha. Ella, con una minifalda que se continuaba, por delante, con un peto fruncido, anudado al cuello, dejaba al aire la espalda y resaltaba bajo la tela la perfecta volumetría de sus pechos. El, en pantalón corto y camisa, tenía el aspecto del clásico turista nórdico: alto, atlético y bronceado.
El pareo de José Luis se abría, esporádicamente y de forma escandalosa, por el lateral, dejando al descubierto toda la extensión de su pierna. Yo hacía ímprobos esfuerzos por mantener el mío correctamente cerrado. Era una estupidez total ya que estaba envuelta por completo, siendo prácticamente imposible, salvo que yo lo forzara, que se abriese en cualquier momento.
Nos sentamos en la terraza. Ellos en un sofá de mimbre biplaza y nosotros, en frente, en dos sillones. Igual que por la mañana, la tirantez inicial fue disipándose con la primera copa. Otra vez los países fueron el tema de conversación: Noruega, España, Republica Dominicana, Costa Rica, La Comunidad Europea. Al levantarse los hombres para rellenar los vasos observe, con asombro, que la modosita de Carmen no solo no llevaba sujetador, sino que, al moverse en el sofá y abrir descuidadamente las piernas, pude comprobar que tampoco llevaba braguitas, iba, como yo, totalmente desnuda por debajo. Me excite muchísimo. Si yo acababa de darme cuenta seguro que José Luis, mucho mas observador, haría rato que se habría enterado.
Los nervios hicieron que me levantara y fuera a preguntárselo. Como no, el hacía ya mucho rato que había visto los pelitos negros del coño de nuestra invitada, pero, como siempre se había callado como un “puta”.
Me sentí engañada. Todo el rato sufriendo por mantener el pareo lo más decentemente posible y ella enseñando sus partes intimas sin el menor recato. Había anochecido. Fui al interior de la habitación y encendí una serie de lámparas con las que dar a la reunión un ambiente intimista y sensorial. La noche trajo el calor y el calor lo fuimos combatiendo con bebida. Los vasos se vaciaban y los hombres, solícitos, los rellenaban. Los acompañé para estirar las piernas y al volver a sentarme lo hice ya sin ningún miramiento, más bien con espíritu provocador. Al acomodarme abrí el lateral del pareo y saque una de mis piernas, cruzándola sobre la otra. Si Carmen iba sin nada quería indicarle que yo no le iba a la zaga. Dejaba ver una larga franja de mi cuerpo, desde el pie hasta el inicio del pecho. Nadie presto atención, o mas bien si, pues Carmen abrió las piernas y volvió a enseñarnos su coñito.

La escasa luz evitaba que la escena fuese escabrosa o de mal gusto. Éramos dos parejas charlando y bebiendo. No había maldad, solo flotaba en el aire una desinhibición total favorecida por el calor, el alcohol y la poca luz. Siempre me sucede lo mismo, me coloco mal. La conversación decaía y los cuerpos se iban juntando. Carmen y Erick hablaban abrazados sobre el sofá; nosotros, cogidos de la mano, asentíamos a los hechos con la cabeza. No importó que, en un determinado momento, Erick, alegando calor, se despojase de la camisa, ni que mi pareo, ya excesivamente abierto, dejase ver buena parte de mi morena anatomía. No importo tampoco que el noruego, preso de una debilidad erótica, soltara el nudo de las cintas que sostenían el peto del vestido de Carmen y este resbalara dejando al descubierto sus blanquísimos pechos. Fue un segundo delicado superado por Erick con esmero.
.-Estamos entre amigos, no os importa, dijo terminando su trago y levantándose a por otro.
Carmen se acomodo el peto a la cintura y se reclino en el sofá. No había ni pudor ni malicia era una noche mágica en un hotel encantado. Al regresar Erick con las copas y para evitar tiranteces, deshice la atadura del pareo y me lo ceñí a la cintura.
.- Así estamos las dos iguales, dije mostrando mis tetitas negras y algo caídas en comparación con las de la española.
La reunión se animó. Bebíamos, hablábamos y comíamos sin tener en cuenta nuestro estado de desnudez. Tampoco nos importo cuando Erick se levanto de repente y abriendo la puerta dio entrada a un camarero que traía más hielo y más “boquitas”. El pobre debió quedarse boquiabierto al ver a dos clientas importantes con los pechos al aire bebiendo y riéndose, y a las que parecía no importarles que las vieran así.
El alcohol empezó a pasar factura. La conversación decayó. Erick se abalanzó sobre Carmen y empezó abrazarla, acariciarla, besarla. Nunca me gusto permanecer de mirona. Tome a José Luis de la mano y nos fuimos a la cama. Como por la mañana estaba excitadísima, pero a la vez, muy intrigada. Miraba continuamente hacia la terraza para saber como se comportaban nuestros amigos, no deseaba cometer algún acto del que luego tuviera que arrepentirme. Volaron los pareos justo cuando la faldita de Carmen y los pantalones del nórdico desaparecieron.
No lo pensé más. Viéndolos acostados en el sofá me olvide de todo. Bueno del todo no. José Luis estaba volcado sobre mi sexo acariciándomelo con la lengua, jugueteando con mi clítoris y mi vagina. Cerré los ojos y me dedique a gozar. Tan pronto tenía su pene en mi boca como sentía sus dedos en las entrañas de mi cuerpo. Estábamos en esa fase de calentamiento previa a la penetración en la que la mente se nubla y los actos ya no tienen fronteras definidas. Me volteo y se dedico de lleno a mi culito. Su lengua pugnaba por introducirse en el ano, lo ensalivaba, lo agrandaba. Uno de sus dedos me penetró por delante y otro por detrás, moviéndose ambos con un ritmo frenético. Me deshacía. Se ladeo sobre mi cuerpo y empezó a besarme los pechos.
Entonces los vi. Allí, a los pies de la cama Erick y Carmen, totalmente desnudos, contemplaban absortos como nos revolcábamos. Carmen, blanca y maciza, se masturbaba acariciándose con una mano el clítoris y con la otra los senos. Erick, con el sexo totalmente flácido, nos miraba. Ante mi extrañeza Carmen, mediante un leve movimiento de cabeza, indico que continuáramos. No lo entendí. No sabía si ellos habían ya concluido si querían participar, o si solo deseaban
observarnos. José Luis, por su posición, no veía nada y seguía excitándome, acariciándome el sexo, pellizcándome los pezones. Vivíamos un estado de total inhibición.
.-Venir, les dije pensando que era lo que deseaban. Pero no.
Carmen, inmóvil, seguía masturbándose. Erick se nos acercó y durante un segundo me acaricio los pechos. Deseaba que continuara, que avanzara hasta mi sexo, quería apretar su pene e introducírmelo en la boca, soñaba gozar con dos hombres a la vez mientras la mujer de uno de ellos nos observaba. Pero no, el nórdico se levanto y regreso a su sitio. Su sexo seguía flácido, colgaba sin vida entre las piernas.
Di la vuelta y cabalgue sobre José Luis dándoles la espalda. Me olvide de ellos. Notaba un pene en la vagina mientras unas manos me sobaban los pechos. Me tumbe sobre él rozando con mis pezones los suyos. Me enderece e inicie un movimiento violento de subidas y bajadas.
De golpe otras manos se cerraron sobre mis tetas y, con timidez, empezaron a tocármelas, acariciándomelas con delicadeza. Descendieron luego hasta el ombligo llegando al inicio del vello púbico hasta casi rozarme el clítoris. Tuve un escalofrío de placer. Por fin había entrado en el juego, por fin estaba con dos hombres. Tumbada sobre José Luis percibía otras manos descender por mi espalda hasta detenerse en mi culito. Estaba fuera de si. Por mi posición ofrecía mi grupa hermosa y abierta. Muy despacito, aquellos dedos que por la mañana me habían aceitado con pudor avanzaban ahora con decisión en busca de la entrada negra del placer posterior. Los sentí cuando se detuvieron sobre el ano. Mi esfínter se relajo y sus dedos lo invadieron. Era poseída por delante y por detrás y el placer me cubrió por entera. Una cascada de orgasmos me sacudió al notar el semen de José Luis en la vagina y los apéndices de Erick entrando y saliendo de mi culo. Caí rendida, pero lo suficientemente lúcida para ver que el sexo de Erick seguía como al principio, muerto entre las piernas. Carmen al pie de la cama palpitaba de gusto, sus manos en la vagina y los ojos en blanco.
Por estar en compañía, el descanso subsiguiente al ardor, se acortó. Con los pareos de nuevo en la cintura Nos reunimos en la terraza, ya casi amanecía. Ella, como yo con sus magníficos pechos al aire. Por fin habló. Supimos del problema del hombre: un envenenamiento de agroquímicos, de su impotencia permanente, de sus depresiones, de su millonaria indemnización, de su deseo de querer y no poder. Conocimos las frustraciones de Carmen, su rechazo, consciente o inconsciente, al sexo, su goce solitario, su dedicación al esposo. Nos enteramos que todo el montaje de la mañana y de la tarde había sido idea suya: el traje, excesivamente provocativo, la ausencia de ropa interior, el mostrar su sexo desnudo, la caída del peto. Todo lo había estudiado con detalle ante la idea, entonces hipotética, que nosotros, como así lo hicimos, entráramos en su juego. Erick gozaba creando situaciones delicadas aunque el no pudiera participar. Nos lo agradecieron. La velada había tenido un alto contenido erótico y en ella, nosotros sin saberlo, fuimos los actores principales. Terminamos las copas y nos despedimos.
Un mozo del servicio nos despertó con un gran ramo de rosas para mí. En una nota la pareja nos volvía a dar las gracias por la noche anterior, nos indicaba su dirección en Noruega y hacia votos por que, en algún otro hotel de otro país tropical, volviéramos a encontrarnos.
La despedida fue triste. Dejábamos definitivamente la Republica Dominicana, pero siempre recordaríamos esa experiencia vivida: irrepetible y extraña. En mi cabeza aun flotaba el momento en el que Erick introdujo su dedo en mi culo y el orgasmo subsiguiente que me sobrevino. Pensándolo otra vez se me humedecía la vagina y se me erizaba el vello.
Tal vez volvamos a encontrarnos o quizás los visitemos en Noruega pensé al dejar atrás Reina Cumayasa, donde tan buenos momentos habíamos disfrutado.