viernes, 25 de marzo de 2011

EL EMBAJADOR

Hace un mes que partí de Santo Domingo y aun me falta otro para regresar. Parece, por fin, que la serie borrascas, que de forma ininterrumpida han convertido mi país en cenagal, se han retirado, luciendo el sol en todo su apogeo. Mi llegada a San José fue triste. Deje a José Luis casi instalado y me reencontré, al llegar, con los mismos problemas que tenía: La Galería de Arte, más que andar se arrastraba, el proyecto constructivo de la emisora de radio estaba pendiente de la compra de determinados terrenos y quienes financiaron mi “carro” intentaban por todos los medios que les cancelase la deuda.
Hoy, segundo domingo de octubre, sola en mi jardín, veo brillar el sol mientras bebo una ginebra con tónica y recuerdo los días pasados en Santo Domingo.
Quien iba a decirme, hace apenas un año, que mi vida enlazaría con ese pequeño y renegrido país caribeño. “Por dicha” José Luis me esperaba en la zona internacional y todo ese trámite engorroso de llegar a un aeropuerto extraño y tener luego que salir de él, se redujo como por encanto. Bueno, por encanto y con dinero, pues hubo que pagar a todos cuantos se cruzaron en nuestro camino: policías, aduaneros, maleteros, transportistas y un largo etcétera de pedigüeños profesionales. Solo sus abrazos y sus besos amortiguaron el calor seco y pegajoso que empapaba mi cuerpo de sudor, solo sus caricias hicieron que el destartalado taxi que nos traslado al hotel, pareciera una carroza.
El hotel Embajador, era otra cosa. Por una serie de casualidades ligadas al proyecto que él dirigía nuestro cuarto estaba ubicada en la planta ejecutiva, razón por la cual, los procedimientos de inscripción y recepción, mas que reducidos fueron nulos. “Mañana, dijo José Luis, cualquiera de los secretarios de planta, los cumplimentaran.
La habitación, la ducha y la cama fueron hitos gloriosos en una desenfrenada carrera hacia el sexo. Ya, durante el itinerario en taxi, nos habíamos masturbado. Locos de pasión habíamos gozado de nuestros cuerpos al amparo de la noche. Sobre el asiento posterior nos besamos, sentí sus dedos penetrándome bajo la braga, abrí mi blusa para que gozara de mis pechos, extraje su sexo y lo engullí en la boca hasta sentir su semen correr por la garganta. Éramos dos locos amantes gozando en un taxi que recorría la oscura autopista de Duarte. Me recreaba con su sexo ante la presencia de un taxista anónimo y ajeno a nuestros juegos. Sentía mis pechos libres y nada me importaba; solo amar, sentir y ser amada.
Sobre la cama nuestros cuerpos se reencontraron. Sentí su lengua, sus dedos, su carne. Me corrí y se corrió. Dormimos desnudos sobre un revoltijo de sabanas y almohadas.

Medio en sueños vi como la claridad caribeña inundaba la habitación, note el hueco dejado por José Luis y me estire con pereza gozando de mi primer día sin tener que hacer nada específico. Quería “perecear” un poco mas a fin de eliminar de mi cualquier brizna de cansancio.
.- Buenos días. Oí decir a alguien a los pies de la cama. Abrí los ojos. De pie, a medio camino entre la ventana y el lecho una mujer, entrada en años, me observaba de la forma más natural del mundo.
.- Puedo hacer la habitación. Dijo sin inmutarse.
Me despeje por completo. Me encontraba desnuda sobre la cama. Vi a la sirvienta recoger, mecánicamente, parte de las almohadas esparcidas por el suelo y balbuceando un
.- No, espere un ratito.
Me cubrí pudorosamente mientras ella se retiraba. Ignoraba cuando entro ni cuanto tiempo se había recreado con la imagen de mi cuerpo, pero estaba claro que para ella, entrar en una habitación y encontrarse con alguien desnudo sobre la cama, debía ser algo normal, o tal vez lo fuese para todos los sirvientes de aquella peculiar planta de ejecutivos del hotel.
Mis días en La Republica Dominicana, fueron una mezcla continua de trabajo y placer. Debíamos encontrar una vivienda en la que pasar los próximos cuatro años, quería conocer las galerías de arte locales y me interesaba ver el autentico nivel de vida de la población. Salimos, viajamos, paseamos por los barrios antiguos. Al final de cada día, en el hotel, el aire acondicionado nos invitaba a recrearnos con mil juegos de amor. Eran días maravillosos en los que el sexo y el trabajo se entremezclaban.
Muchas tardes huíamos del bullicio callejero y nos atrincherábamos en la habitación. En ella, entre gin-tonic y gin-tonic, planificábamos el futuro, discutíamos el presente y nos amábamos. Era, el nuestro, un amor sencillo, continuado, sin altibajos. Un amor salpicado por un sexo malicioso fruto de nuestra desmedida imaginación, de nuestro querer excitarnos excitando, a su vez, a quienes nos rodeaban.
El primero en caer fue el encargado del servicio nocturno de comidas. Pedimos unas verduras y el camarero, al llegar, encontró a José Luis medio desnudo en la cama y a mí, con un camisón medio transparente, recibiéndolo en la puerta. Nos excitamos muchísimos viendo como nos observaba, en especial a mi y a mi leve vestuario. Para mi desgracia no traía, entre mi ropa algo más picante y vaporoso, en que se combinara, a partes iguales el erotismo y el pudor.
El segundo fue aun mejor, al menos para mí. Cada tarde, Ulises, el camarero de la planta ejecutiva, nos traía a la habitación, un cubo de hielo y una bandeja de canapés (“boquitas” en mi país y “picaditas” en este). Era una costumbre que iniciamos desde el primer día de mi llegada. Con ello podíamos estar más tiempo juntos, evitábamos el gasto de la cena y podíamos andar desnudos por la habitación. Por lo general era después de recibir el hielo y las “picaditas” cuando las ropas desaparecían. Aquel día, sin saber a ciencia cierta el porqué, nos olvidamos de pedir a Ulises nuestro consabido aperitivo. Estábamos desnudos viendo la televisión cuando se presento con la bandeja de siempre. José Luis, al oír llamar a la puerta se puso un pantaloncillo y salio abrirle, yo, agarre una camiseta y me la puse. Al hacerlo confíe que fuera de talla grande y poderme tapar así hasta las rodillas, pero desgraciadamente no lo era. La camiseta apenas si me llegaba a la cintura dejando con ello al descubierto mi culo y mi coñito. Me empotré cuanto pude en el sillón, cerré las piernas y cubrí el sexo pudorosamente con las manos.
Ulises se presento esbozando su sonrisa de siempre. Cruzo la habitación y se planto ante mí depositando la bandeja en la mesa. Estaba totalmente excitada. Sentía el roce del tapizado en mis nalgas, mis piernas al aire y mi sexo exclusivamente cubierto por mis manos. Escuche a Ulises hablar con José Luis con sus ojos sobre mí intentando descubrir lo poco que me tapaba la ropa. No se si consciente, o inconscientemente, iba demorando su servicio.
.- Les sirvo las copas.
Oí que decía mientras abría las tónicas. El ruido del líquido al caer en los vasos se mezclo, de nuevo, con su voz.
.- ¿Están a su gusto?
José Luis tomo la suya y yo la mía. Al hacerlo mis manos abandonaron el hueco de las piernas. Las cerré con fuerza. Los ojillos de Ulises se centraron, ahora, en los pelillos negros que surgían entre ambas y con el mismo tono de voz se retiro diciendo, al cerrar la puerta,
.- Que lo disfruten.
Claro que lo disfrutamos, pero no con las copas. Nos poseímos violentamente mientras el hielo se derretía en los vasos y la película de la televisión concluyera sin que conociéramos su final.
Fue algo salvaje. Estaba muy excitada. Al levantarme del sillón mi sexo chorreaba. Poco mas y me corro delante de Ulises. Sobre la cama, con José Luis en mi interior, imagine escenas imposibles. Deseaba ir al SPA del hotel y pasearme totalmente desnuda por la sauna, bañarme en el jacuzzi. Soñaba con que nos fotografiasen haciendo el amor, con que nos vieran mientras gozábamos y gozábamos con nuestros cuerpos. No se quien apago la luz ni pulso el interruptor del “off” de la televisión, se, eso si, que el amanecer fue maravilloso.
Los técnicos que hasta entonces habían acompañado a José Luis partieron hacia Madrid. Quedamos solos en el hotel con cuatro días para disfrutarlos exclusivamente los dos. Habíamos elegido ya la casa y nos dedicábamos a conocer el país, a recorrer sus mercados, a comprar cuadros y artesanías y a efectuar algunos contactos socio-comerciales. Las noches seguían siendo para el amor. Nos recluíamos en el cuarto y dejábamos pasar las horas entre caricias y orgasmos. Esta pasión ininterrumpida nos llevo, como en otras tantas ocasiones, a excitarnos provocando, y, como de costumbre, aquellos que nos rodeaban. Creo que fue José Luis quien hizo detonar nuestra maldad. Durante mi última noche empecé hacer el equipaje. Había llevado demasiada ropa y, encima, inadecuada para el clima local. Más de la mitad de mis vestidos habían dormido el sueño de los justos en perchas y cajones. De entre lo no utilizado una mini camisa blanca, a juego con un vestido azul, adquirido todo ello en España el verano pasado, despertó la curiosidad de José Luis. “Póntelo” dijo, “Pero sin nada por debajo”. Estaba claro que la prenda fue diseñada para llevarla como complemento. Carecía de botones y su forma se asemejaba a una especie de chal. Era, sin duda, para acompañar a cualquier traje veraniego. No podría decirse que cubierta solo con ella, estuviese mal, pero si estaba ligeramente indecente. Por la amplitud de las mangas y por la inexistencia de cierres, al utilizarla sin ropa interior, mis pechos quedaban casi al descubierto. Cualquier movimiento, bien al levantar los brazos, bien al extenderlos, condicionaría que la prenda se abriera y mis pechitos surgieran al exterior. José Luis quiso que me la pusiese así y a mí, como siempre, no me molestó, más bien me produjo un regusto cómplice y malicioso.
Vestida con un pantaloncillo corto y aquella especie de chal sobre los hombros llamamos al restaurante chino del hotel para que nos subieran la cena a la habitación. Estaba excitada. José Luis deseaba que me mantuviese con la camisola parcialmente abierta insinuando lo que casi sin duda se veía. Quería y no quería hacerlo. El tiempo de espera fue tenso. José Luis me entreabría la camisa y yo me la cerraba. No se el porque pero de repente me sentí incomoda. Llamaron a la puerta y apareció el consabido camarero empujando un carrito con la cena solicitada. De nuevo en el sillón lo vi ante mí distribuyendo lo pedido sobre la mesa. José Luis a mi espalda, contemplaba la escena. El mozo no dejaba de mirarme. Intuía que bajo la camisola no llevaba nada. Separe los brazos del cuerpo y note como se abría. Desde el cuello a la cintura mi cuerpo surgió diáfano, desnudo y visible. Contemple como ordenaba los platos y como ofrecía a José Luis la nota para que se la firmara, mientras sus ojos no se apartaban de mi descomunal escote. Moví ligeramente un brazo y uno de mis pezones afloro a la luz. Su negra aureola destacó violentamente contra la blancura de la tela. El camarero recogió la nota y, sin dejar de mirarme, salio del recinto.
De nuevo la comida se enfrío en los platos. Otra vez el apetito sexual fue superior al biológico. El provocar, como lo habíamos hecho, nos excito al máximo. Nuestras mentes avivaron nuestros sexos y un cúmulo de fantasías brotaron en la noche. Lo soñamos todo: Ser vistos, ser deseados, ser fotografiados, ser envidiados. Suspiramos por una sauna imposible, con tomas de video irrealizable, con un espectador ocasional a los pies de la cama.
Agotados y contentos caímos sobre los platillos chinos a base de arroz y tallarines. Por la mañana aun quedaba en nuestros labios el sabor a soja y a semen ligeramente entremezclados y se humedecía mi entrepierna al recordar los ojos del camarero fijo en la abertura de la camisa, sobre la aureola de mi pezón.
Sentada en el jardín veo como mi gin-tónic casi ha desaparecido mientras sol de San José empieza a calentarme. Muevo el vaso sobre mi piel y siento como un hormigueo de placer me contrae el estomago. Apoyo el cristal en mis pezones y estos se endurecen. Lo coloco entre las tetas y recuerdo la mirada fija de aquel camarero de Santo Domingo. Lo bajo hasta encajarlo en mi sexo. Está húmedo, viscoso. Rememoro los ojos de Ulises sobre estos pelitos, ahora cubiertos por el cristal. Lo deposito en el césped y empiezo acariciarme el clítoris. Abro por completo las piernas y siento chorrear mi vagina. Mis dedos entran y salen dándome placer. Me masturbo pensando de nuevo en el hotel El Embajador. Pronto regresaré y otra vez la aventura del sexo nos atrapará. De nuevo luciré medio desnuda, haremos el amor en otro taxi, nos excitaremos en el SPA, nos fotografiaran haciendo el amor. Sueño despierta pensando en lo que hicimos y en lo que, otra vez, haremos, mientras me invaden las primeras sacudidas de un orgasmo tibio, violento, caliente. Quedo medio desnuda y rendida sobre la hamaca. El sol de mi tierra me contempla y prepara para el placer, para el goce, para la lujuria compartida con José Luis.

viernes, 18 de marzo de 2011

EL SERVICIO, EXCELENTE



” ¿Qué les pareció el hotel?, ¿Les gusto la playa? ¿Qué tal el servicio? El gerente-recepcionista intentaba establecer, sin éxito, una conversación coherente mientras efectuábamos el viaje de regreso desde la Isla de Cayo Levantado a la Península de Samana. Todo muy bien, pensé para mis adentros, recordando los días pasados en aquella isla del Caribe, pero el servicio, justo era reconocerlo, había sido excelente.





Cuatro días antes José Luis y yo tomamos esa misma motora y bajo un sol de justicia recorrimos el trayecto en sentido contrario y, como por encanto, nos vimos transportados a un viejo hotel, hoy en remodelación, que la Cadena Occidental tenía alquilado al Gobierno de la Republica. En contraposición al resto de los centros turísticos de alto nivel de Santo Domingo, Cayo Levantado poseía el encanto de lo antiguo y su correspondiente incomodidad. Carecía, como era de esperar, de las ventajas con que la moderna tecnología hotelera dota a sus establecimientos, pero esto lo suplía con un trato personalizado y un servicio atento y solicito a todo tipo de sugerencias.


Nuestra habitación era muy amplia, con un gran ventanal de madera, una terracita enmarcada por buganvillas y jacintos, un cuarto de baño destartalado, con múltiples humedades y una especie de área de descanso en la que, por un capricho de un lúdico arquitecto, se mezclaban: un jacuzzi, circundado por una barandilla de ratán, junto a un servicio de bar conformado por una nevera, una mesita baja y dos taburetes, todo a juego con la barandilla. La cama matrimonial, de amplias dimensiones, se interponía entre el jacuzzi y la terraza. En el techo, y en difícil convivencia, un silencioso ventilador junto a la estridente rejilla metálica del aire acondicionado, artilugios ambos que, por aquello de la crisis energética, únicamente funcionaban a partir de las 3,00 de la tarde.
Llegamos a las 2,00. El calor, sofocante, apenas si nos dejo disfrutar de las bondades del recinto ni de sus vistas sobre el acantilado marino; deseábamos ducharnos, ponernos los trajes de baño y bajar a la playa.
Otra de las peculiaridades del hotel era su ubicación. No se levantaba sobre la costa sino que, para llegar al mar, había que recorrer como unos dos kilómetros por un camino bordeado de árboles milenarios. Las posibles incomodidades del viaje: el calor y la caminata, se diluían ante la belleza de la calita en la que terminaba. Sobre una explanada enmarcada por palmeras se contorneaba una cinta arenosa blanquecina cubierta por hamacas azules y amarillas. Muy poca gente, todos extranjeros, se entremezclaban entre el agua, el sol y dos bares del hotel que ofrecían a los huéspedes todo tipo de bebidas.
Con el sol acariciando mi cuerpo y el murmullo de las olas de fondo, me desconecte de la realidad. En unos instantes huyeron de mi mente las últimas semanas en Costa Rica atiborradas de problemas, trabajo y mal tiempo, se disipo el cansancio del viaje, la tensión por lo desconocido y apenas si me di cuenta cuando desaparecieron los bañistas y el sol se oculto bajo la línea del horizonte.
La luminosidad del amanecer unido a lo copioso del desayuno lograron revivir en mí el gozo por el placer. Tenía la piel tersa, la mente despejada y ese regusto en el estomago ante la carga erótica que dimanaba del lugar.
Siempre nos pasa lo mismo. El primer día somos los primeros en todo. Al llegar a la playa solo las ordenadas filas de hamacas circundaban el litoral marino. Ni turistas, ni vendedores ni, por aquello de no madrugar en el trópico, el encargado de suministrar las toallas estaba en su lugar de trabajo. Nada nos importó. Recorrimos el laberinto de tumbonas y elegimos dos, algo apartadas del resto y sombreadas por un enorme cocotero. Siguiendo la actual moda europea me despoje de la parte superior del bikini, me embadurne el cuerpo, y en especial los pechos, de crema bronceadora y me abandone al sol.
.- Buenos días, soy del servicio del hotel, desea que le haga unas trencitas.
Abrí los ojos. José Luis, fiel a su costumbre me había dejado sola y estaba paseando por la playa. Junto a mí, un joven mulato, como de unos 25 años, bajito y sonriente, me mostraba una especie de álbum con muchas de sus especialidades mientras hablaba y hablaba sin parar.
Las tumbonas que me rodeaban, antes vacías, se veían parcialmente ocupadas y la playa era un constante ir y venir de gente. El peluquero ambulante, al servicio del hotel, seguía enumerándome sus habilidades, los diferentes tipos de peinados, lo bien que, cualquiera de ellos, me quedaría y cuanto me resaltaría la belleza de mi piel morena.
.- Una prueba, solo una prueba para que se dé una idea de cómo le quedará. Además, todo es cortesía del hotel, solo admito su propina
No sé si acepte o no, pero ya lo tenía sentado a mi espalda y sus manos empezaban el laborioso proceso de trenzarme la melena, mi corta melena negra. Quien al principio fue un torrente de palabrería se transformó, tijeras y peine en mano, en un experto en el arte del peinado. Notaba como sus dedos, con delicada paciencia, iban cuadriculándome la el cuero cabelludo, trenzando luego, con inusitada rapidez, cada bloque de cabellos.
Mi sopor inicial desapareció. Sentada en el extremo de la hamaca, con el pecho al descubierto y con un moreno a mis espaldas, contemplaba el mar, casi inmóvil, y estaba, sin saber la razón, relajada, caliente y expectante.
José Luis caminaba por la arena, los turistas rezagados iban tomando posesión de algunas de las hamacas vacías y Daniel, así se llamaba el muchacho, empezaba a contarme su vida mientras sus dedos continuaban desenredándome el pelo, estirándolo, trenzándolo. Cada cierto tiempo me rodeaba al cuello o las orejas para resaltar el efecto del trenzado o bien se ubicaba frente a mí para tener una idea global de su obra. Si saber el motivo me fui excitando y mis pezones se endurecieron convirtiéndose en dos botones negros y turgentes.
.- Le va gustando como queda. Le oí a mis espaldas a la par que una de sus manos descansaba sobre mi hombro y sus dedos morían en la parte alta de mi pecho izquierdo.
.- Bastante. Conteste, más pendiente en ese momento de aquella mano olvidada que del resultado de su obra.
Termino la parte alta. Su trabajo se centraba ahora alrededor de las orejas, en la nuca, en el nacimiento del cuello. Las nuevas trencitas empezaron a cosquillearme la piel y mi grado de excitación subió de nuevo. Se detuvo y otra vez su mano descanso sobre mi hombro. Mis pezones, otra vez se contrajeron al sentir sobre mi carne aquellos dedos extraños. Consciente de mi maldad me eleve bruscamente y al hacerlo, su palma descendió hasta cubrirme el pecho. Fue un movimiento rápido, casi fugaz. Nos excusamos y él continuó. Deseaba que lo que había sido un roce efímero se prolongara, que aquellas manos anónimas volvieran a descansar sobre mis tetas, que las rozaran apenas, que las activaran. No fue así. Termino, y ante la irónica mirada de José Luis que, desde hacía un rato, estaba con nosotros, se despidió, me dio las gracias por la generosa propina y alabo la pulcritud del peinado y lo bien que me quedaba.
Ardía de deseo. Tumbada boca abajo gozaba con el masaje que José Luis me daba al distribuir la crema solar sobre mi espalda. Sus dedos, con entera impunidad, iban desde las cervicales a los tobillos. Con la parte inferior del bikini arrollado e insertado entre los glúteos y mis senos al descubierto, mi osada pareja inicio sobre mí un ritual intermedio entre masaje y masturbación. Mis carnes iban siendo acariciadas, estrujadas, violadas. Sus dedos, aparentemente cándidos, bucearon bajo mi arrugado bañador hasta encontrar la entrada de mi culo y el se perdieron. Me corrí de gusto bajo el sol tropical rodeada de rubios alemanes que dormitaban plácidamente ajenos a lo que a su lado sucedía.
Un día de playa, y más como aquel, resulta agotador. A las cinco, en la habitación, estábamos rendidos. Calientes por el sol y excitados por todo lo que nos había, me había, ocurrido. El aire acondicionado y una ducha fría nos transportaron de nuevo a la realidad de acomodados turistas, bueno, eso y la peculiar meteorología local que nos sorprendió con un aguacero de inusitada violencia. El panorama azul y verde de la mañana se transformo en un gris plomizo y una cortina de viento y agua nos dejo encarcelados en la habitación. Prisioneros sí, pero de lujo. Supimos entonces de la presencia del jacuzzi y su utilidad.
Mientras me desnudaba José Luis llamó al servicio del bar para que nos trajeran unas ginebras con tónica con mucho hielo y algo de picar. Coloco una mesita auxiliar al borde de la tina y separo las sillas que la rodeaban. Me introduje en el agua y me relaje. Totalmente desnudo observaba las burbujas de agua que surgían entre mis piernas y notaba como cientos de chorros me golpeaban o mejor, friccionaban, espalda, pies y cintura. Instintivamente me acaricie el sexo y el pecho, estaba feliz.
Un par de golpes en la puerta y la aparición de un camarero arrastrando un carrito con todo lo pedido me sobresaltó. José Luis, tan cortado como yo, se retiro dejándolo pasar. Sentí el impulso inicial de cubrirme con algo, pero, ante la inutilidad de tal acción, me mantuve sentada en el jacuzzi exhibiendo, al solicito empleado, todo el esplendor de mi anatomía. No se inmuto. Como si fuese una estatua de piedra se planto ante mí y con pasmosa lentitud fue llenando los vasos con ginebra, puso el hielo, el limón, distribuyo las “boquitas” en la mesa; luego, como si nada ocurriera y mi indumentaria fuese la correcta, tomo uno de los vasos y me lo ofreció.
Sabía que me miraba, que se moría de gusto viéndome desnuda ante la presencia de mi compañero. Vi su sexo abultado bajo el pantalón y eso me excito tanto o más que el sentirme observada. Medio me levante a tomar el vaso que me ofrecía, dando así una mejor visión de todo mi cuerpo. Roce mis dedos con los suyos y con una sonrisa llena de maldad dije
.- Puede retirarse, muchas gracias por todo
Lo que siguió fue pura orgía. José Luis se desnudo y se metió en el agua. Sus manos, su boca, su pene me buscaron. Ambos ardíamos. Me encontré penetrada, acariciada, mordida. Mi vagina albergaba indistinta mente dedos, lengua, sexo. Con la boca chupaba su miembro, duro y mojado, que entraba y salía de otros orificios de mi cuerpo. El agua formaba grandes charcos en el suelo y las ginebras se calentaban en los vasos.
Fue un acto de amor memorable. A su término, mojados, exhaustos y aun lujuriosos, nos sentamos en la terraza para que la lluvia, ya muy persistente, terminase de enfriarnos, de lavarnos, de acariciarnos con sus manos suaves y desconocidas.
La mañana, la tarde y la noche siguientes fueron remansos de paz, de tranquilidad absoluta. Volvimos a la playa, tome el sol, bebimos mucho ron con limón y hielo, lucí mis pechitos ante quienes quisieron verlos, pasee por la arena, nade en el mar.
Lo malo de mis viajes a la Republica Dominicana es que son muy cortos. Son largos fines de semana en lugares paradisíacos que terminan, por lo general, en un domingo triste.
La última noche nos regalo una luna llena rojiza que emulaba, hasta casi superar, los cientos de farolitos, que la dirección del hotel había distribuido sobre la explanada lateral en la que, por ser sábado, se servía la cena. Por azar compartimos mesa con una rubia alemana que apenas si hablaba el castellano y que, en su muy aceptable inglés, me contó el porqué de su viaje y lo agradable del lugar. Tras los postres, como un rebaño de ovejas, nos dirigimos al porche en donde una banda musical y media docena de animadores al servicio del hotel, se empeñaban en alegrar la vida de los turistas. Envié a José Luis a la pista con la teutona y me quede mirando.
.- ¿Bailas?
Oí a mi espalda, a la par que uno de los animadores me tomaba de la mano y me arrastraba al centro de la fiesta. Sería una mentirosa si dijera que no me apetecía bailar, e injusta si no admitiese que mi pareja era un excelente bailarín. Un merengue, otro, una salsa, una cumbia, otro merengue. Mi cuerpo rezumaba sudor, la camisa se me adhería a la piel mientras unas manos extrañas danzaban, a la vez, sobre mi espalda. Tan pronto giraba a su alrededor como me encontraba pegada a él clavando mis tetitas, hoy sin sujetador que las protegiera, contra su pecho.
Sin duda era un profesional del sexo pues creyéndome sola, al final de uno de aquellos maratonianos merengues, me pregunto:
.- ¿Quieres que subamos a tu habitación?
Su sugerencia me agrado, no por él, sino por mí y José Luis, a quien veía a lo lejos arrastrando aquella mole germana con la que apenas si podía comunicarse.
.- Bien vayamos, conteste.
Cuál no sería su sorpresa cuando al pasar junto a José Luis lo tome del brazo diciéndole
.- Vamos cariño, hoy tenemos un espectador de excepción.

Mi acompañante apenas si reaccionó. Como un perrito faldero nos siguió hasta el cuarto incapaz de comprender el nuevo giro que tomaba su recién iniciada aventura erótica.
Ni encendimos la luz. La luna lo iluminaba todo. Era como un foco gigantesco encargado de poner las luces y las sombras que daba, a veces la visión, y a veces la eliminaba.
Ante su mirada atónita José Luis y yo caímos abrazados en la cama mientras nuestras manos se esforzaban en la dulce tarea de desnudarnos. Lo miraba incrédulo contemplando como dos personas se arrancaban la ropa, como yacían desnudos para él, como se besaban, se chupaban, se poseían.
.- Desnúdate, le dije, y como un obediente estudiante fue despojándose de la ropa. Sentada sobre el sexo erecto de José Luis, vi su cuerpo moreno, hermoso, sin apenas grasa. Su pene aún caído su pecho sin vello. Era incapaz de hacer nada.
.- Mastúrbate, volví a decirle. Cada minuto que pasaba crecía su excitación. Ante el estábamos haciendo el amor y yo le ordenaba que se auto complaciera.
Caí de espaldas. José Luis se volcó sobre mí. Se sexo en mis entrañas y nuestras lenguas enredadas. Lo aparte ligeramente imaginando la escena. Estaba poseída por un hombre y enfrente, otro, se acariciaba, gozaba para mí.
.- Acércate, le pedí.
José Luis seguía penetrándome dejando libre la parte superior de mi cuerpo, yo miraba a nuestro espectador que, totalmente empalmado, nos observaba desde el lateral de la cama. José Luis metía y sacaba su sexo de mi vagina excitándome al máximo, haciendo que por momentos perdiera consciencia de la realidad que vivía.
.- Acaríciame las tetas, le rogué.
Sentí de inmediato sus manos en los pechos. Estaban golosas de carne, de placer, de mí. Busque su pene. Lo encontré duro, negro, caliente. Como por instinto los tres iniciamos un movimiento erótico casi perfecto. José Luis entraba y salía de mí, yo masturbaba a nuestro desconocido amigo y él me masajeaba los pechos, me pellizcaba los pezones balanceaba su cuerpo friccionando su sexo contra mi mano. Esta y mi vagina se inundaron de semen casi al mismo tiempo y una rápida e incontrolada cascada de orgasmos me hizo chillar de placer.
Sin decir nada, como llego, desapareció. Se vistió en silencio y salió sin hacer ruido. Nosotros, abrazados, nos dormimos.Si, el servicio del hotel ha sido excelente, tanto el personal de peluquería, como el del bar y el de animación. Ofrecí al gerente-recepcionista mi más amplia y agradecida sonrisa mientras le comentaba
.- Créalo, volveremos muy pronto, téngalo por seguro.

viernes, 11 de marzo de 2011

UN MASAJE EN BOCA CHICA

Tras un año de viajar regularmente a la Republica Dominicana y visitar, si no todas, muchas de sus playas, seguía sin conocer la mas popular, la mas urbana y la mas próxima a Santo Domingo.
Boca Chica es para los dominicanos, su playa emblemática, el germen del que nació su floreciente sector turístico; para el mundo es uno de los centros sexuales más renombrados de la isla. Nunca lo creí. La promiscuidad esta aquí generalizada y pensé que era casi ilógico que se concentrara en un sitio en particular. La playa, por ser una de las pocas de dominio público, tenía entonces escaso desarrollo hotelero y como, en nuestras anteriores excursiones, siempre las planificamos para una o dos noches de descanso, habían pasado más de 12 meses y aún no la conocíamos.
Ahora era diferente. Al hilo de la exposición de Pintura Contemporánea Costarricense, montada e inaugurada en esas fechas, nos acompañaban dos de los pintores del Grupo Bocaraca y parecía poco correcto, ir nosotros a un sitio y ellos a otro; por ello los cuatro: José Luis, Manguita, Pedro y yo, aprovechamos el domingo para tomar el sol en Boca Chica.
No tenía una idea clara de lo que iba a encontrarme. Estaba claro que no era como alguna de las playas visitadas hasta entonces y en las que el orden y la limpieza sobresalían por encima de todo. Ni como las de mi hermoso país Costa Rica donde el desarrollo ecológico y medioambientalista condicionaban su escasa utilización masiva. Todos pensábamos, cuando decidimos su elección, en pasar un día apacible, rodeados de la clase media local y con más o menos comodidades en función siempre de los “pesos” que quisiéramos gastarnos.
Nada más llegar me di cuenta lo equivocada que estaba. Un número indeterminado, pero masivo, de jóvenes rodearon el vehículo intentando aparcarlo en uno de los muchos lugares disponibles. Cuando lo hicimos, el más espabilado se ofreció a cuidarlo el resto del día por el módico precio de 20 “pesos”; casi por encanto una legión de vendedores ambulantes nos rodearon ofreciéndonos cuadros, collares, figuras, restaurantes….A empujones y de mal humor llegamos a la playa y allí, el acoso mercantilista se centuplico.
El sol caía de plano y el recorrido por la playa podría considerarse como inenarrable. “Coma aquí una autentica paella valenciana”, “Les ofrezco tumbonas con sombra”, “Quiere una…”, cientos de sugerencias se nos insinuaban de forma reiterada y continua. Estábamos agobiados. Deseábamos sentarnos y que aquella marabunta humana se olvidara de nosotros. Según avanzábamos los ofrecimientos crecían. Solo José Luis parecía ignorarlos. Indiferente al sol y escupiendo violentos insultos, en el más castizo madrileño, se contentaba con observar. “Fíjate” me dijo, “aquí te hacen unas trencitas, te dan un masaje o te pintan un cuadro en vivo y en directo”, al parecer en Boca Chica todo era posible y todo y todos se ofrecían, se compraban o se vendían.
Por fin nos sentamos. Tras reñir con un montón de teóricos guías de playa elegimos un restaurante en el que se compaginaba: sombra, comida y tumbonas, tanto a la orilla del mar como próximas al establecimiento.
José Luis, inquieto como siempre, salió a pasear. Manguita, Pedro y yo pedimos cervezas e intentamos relajarnos. Fue inútil. De nuevo entro en juego el mercadeo local, aunque ahora, con un nuevo matiz, el erótico. Nos ofrecían jovencitas, jovencitos, morenos, rubias, parejas o tríos. La oferta de carne estaba en su máximo apogeo. El futuro cliente podía palpar, sobar, observar a la posible mercancía sin que esta se inmutase. A mi lado un estadounidense tanteaba el coño de una morenita y un poco más lejos, otra masajeaba, a plena luz del día, a un rubio alemán seboso, sentada plácidamente entre sus piernas y centrando su labor al máximo en al aparato genital. Así era todo. Pase dos horas absorta en aquel comercio humano, o mejor inhumano, hecho con la mayor impunidad posible.
La comida “Por dicha” Fue buena. Ensalada de camarones con aguacate regados con cerveza fría y amenizados por las confidencias de un grupo de “trabajadoras del amor “que, en la mesa de al lado, hablaban de su vida, de su mala vida.
Supe de su precio, muy bajo, del número de servicios diarios, de su régimen de comidas. Charlaban de su profesión como si fueran abogados o ingenieros y analizaban su obra o su caso. Si lo visto hasta ahora me había deprimido, lo que escuchaba me asombró.
Entre anécdota y anécdota terminamos de comer. Mis tres acompañantes salieron a pasear y yo me tumbe a dormir en una de las hamacas protegidas por una enorme sombrilla.
.- Le apetece un masaje.
Lo oí de lejos. Intentaba desconectarme del lugar. El hecho de estar cerca del restaurante, lejos de la orilla, me hacía sentirme solitaria entre aquel alboroto de bañistas, vendedores y músicos. Tanto José Luis, que nadaba indiferente sobre un mar intensamente azul, como Pedro y Manguita que, en un alarde de valentía, buscaban carne fresca, varonil y bronceada, con la que poder recrear la mirada, me habían abandonado.
.- No gracias dije mecánicamente. A lo largo de toda la mañana nos habían ofrecido de todo y siempre contestamos con igual indiferencia..- No sea así señora, seguro que se relajara.Por el rabillo del ojo vi como el joven mulato acercaba una silla e, indiferente a mi repuesta, se sentaba a mi lado.
.- No, gracias, repetí.
Tumbada boca abajo, caliente por el sol y con los efectos de la digestión en mi cabeza, solo deseaba abandonarme, no pensar, no discutir.
.- Déjeme hacerle una trencita, escuche mientras una mano se perdía por mi pelo y unos dedos, agiles y finos, iniciaban el lento proceso de separar, peinar y trenzar un mechón de mi cabello. No se la razón, pero no dije nada, le deje hacer. Me encontraba muy bien y no me desagradaba que aquel desconocido me acariciara el cuero cabelludo..- Ya termine, quiere que sigaEstaba muy cómoda y no tenía ganas de discutir. Mi silencio debió confundirlo, o asimilarlo, con un sí rotundo pues de repente, sus manos, cubiertas por una sustancia aceitosa, se posaron en mis hombros.
Mi subconsciente acepto la iniciativa del anónimo masajista y todo mi cuerpo se distendió. Aquel si, no dicho ni querido, pero de alguna forma transmitido, hizo que sus manos iniciasen una serie de movimientos de frotación sobre mi cuello y mi nuca. Como en sueños las sentí descender sobre los brazos, concentrarse en los omoplatos, subir y bajar por la espalda, presionar los músculos, separar las fibras. Ni él, y mucho menos yo, teníamos prisa. Durante mucho tiempo la parte superior de mi cuerpo fue lubrificada, estrujada, golpeada. En ese tiempo, me olvide de todo y mi mente floto bajo el cielo caribeño: cálido, sensual, hechizado.
Las manos untuosas fueron descendiendo. Sentí como el aceite iba extendiéndose sobre la piel hasta llegar a la cintura. Sin preguntar ni consultar sus acciones, desabrocho la parte superior del bikini dejando libre toda la extensión de mi espalda. No lo esperaba, ni me preocupo. Era normal que la parte superior del bañador dificultara su trabajo y que por ello la eliminara. De nuevo me adormile.
La columna, los músculos que la rodean, las vertebras, la piel, todo era delicadamente friccionado, modelado. Mi espalda era su territorio virgen donde aplicaba técnicas de relajación, terapias de descanso, roces de placer. De nuevo se detuvo el tiempo y, otra vez mi cuerpo se abandono. No pensaba, no oía, no veía, solo sentía.
Aquel rodillo de bienestar avanzo hacia mis extremidades inferiores. El aceite, estancado en la cintura, empezó a fluir por los muslos, los glúteos, las piernas. Se fue extendiendo con suavidad, con mimo, con calor. Todas las sensaciones vividas hasta ahora en la espalda, se desplazaron hacia las piernas. Sin tener una conciencia cierta del porque, note un regusto sexual que me contrajo el estomago y humedeció ligeramente mi vagina. Como ya hizo antes en la espalda, el masajista empezó a eliminar parte de la braguita del bikini que dificultaba su labor. Sin pedir permiso, consciente de lo que hacía, bajo hasta un límite insospechado el borde superior de la tanga y luego, con idéntica parsimonia, arrollo los laterales acoplándolos en la raja de los glúteos. Como final me alzo levemente el vientre y empujo el borde anterior del bikini hasta el inicio de mi coñito. Estas serie de manipulaciones, hechas con primor y aparente indiferencia, me despejaron.
Quede prácticamente desnuda en una playa pública y muy concurrida, con un masajista sentado a mis pies y con la indiferencia total de la gente que, a mí alrededor, tomaba el sol o charlaba animadamente. Mi bikini se había reducido a una cinta de tela que se encajaba en mis nalgas y otra que rodeaba la cintura a la altura del pubis.
El aceite discurrió entre las piernas que, en un movimiento instintivo, separe al máximo. Empapo los muslos, se detuvo en las ingles y dejo mi piel brillante y preparada para todo.
Empezó por los glúteos. Los amaso, arrollo, palmoteo. Los dedos llegaban hasta el borde del bañador, superándolo a veces, rozando el botón negro del ano, abierta ya de placer. Siguió por los muslos. Subían y bajaban por su interior acariciando la piel, presionando la carne. Iban desde la corva de la rodilla hasta la unión sagrada de los muslos deteniéndose allí para reiniciar el recorrido inverso. En cada parada sus dedos quedaban más cerca de mi clítoris, mojado y sensible. Eran roces robados pero conscientes, caricias premeditadas. En cada pasada de aquellas manos yo abría más y más las piernas enseñando mi coñito chorreante y ansioso de placer.
El tiempo se detuvo. Pensé que el masaje zonal se prolongaría indefinidamente, pero me confundí. Fue alejándose de mi centro neurálgico concentrándose ahora en las piernas, en los pies. De nuevo me relaje. La fricción de los gemelos, de los dedos y de los tobillos me tranquilizo. Sus manos volaban de una pierna a la otra, sobre cada uno de mis dedos, bajo la planta de los pies. Fueron subiendo por el cuerpo hasta detenerse en los hombros y, como desde muy lejos, escuche..- Señora, por favor, dese la vuelta.Apenas si me di cuenta que tenía la parte superior del bikini desabrochada y la inferior arrollada y reducida a la mínima expresión. Cerrando los brazos contra el cuerpo evite que al girar cayera el sujetador, pero me fue imposible recolocarme la braguita. Fue, de cualquier modo, un ejercicio estéril. El masajista, una vez boca arriba, se despreocupo de mi atuendo e empezó a cubrirme de aceite. Al segundo pase y con un suave “lo siento” eliminó las cazoletas que cubrían mis pechos arrollando, a continuación, mas aun, la telilla que me protegía el pubis.
Quede prácticamente desnuda sobre la tumbona. No puedo decir que tal hecho me preocupara. En otras ocasiones había estado así en otras playas, pero siempre fui yo quien se despojo de bañador. Ahora era un masajista desconocido quien me desnudaba en público, aunque bien pensado ese público que nos rodeaba, prestaba muy escasa atención al proceso, a mi cuerpo y a las manipulaciones del moreno.
El fuego interior, que empezaba a morir, volvió a reavivarse. Sin sentir aun sus manos en mi cuerpo, los pezones se endurecieron y la vagina se humedeció. Como si me leyera la mente sus dedos se concentraron en mí. Friccionaron los hombros, los brazos, el cuello. Bajaron por el canal de mis pechos y descansaron sobre el estomago al que circundaron una y mil veces. Subían y bajaban rodeando apenas mis tetitas haciendo círculos sobre el abdomen, pellizcándome y arrollando la piel, golpeándola, arañándola levemente. Los seguía mentalmente intentando predecir cual sería su próximo movimiento. Ascendieron, bordearon la redondez de mis senos, abarcándolos casi por completo, remarcaron la negra aureola de los pezones y los presionaron con mimo, produciéndome, al hacerlo, un desgarro de placer. Descendieron luego hacia el ombligo, hacia el pelo púbico que afloraba bajo el tanga.

Hubiera deseado que, aquella mano, como el pececito del merengue de Juan Luis Guerra, hiciera burbujas de amor en mi pecera, pero solo paso sobre ella distribuyendo mas aceite sobre las piernas. El masaje se iniciaba en la parte baja del estomago, se alargaba hasta las caderas, descendía por los muslos y se remontaba por los aductores muriendo justo en las puertas de mi sexo. Eran roces insinuantes y huidizos. Cada vez que sus dedos llegaban a las ingles, un flujo de placer me invadía. El silencioso terapeuta trabajaba con esmero. Rodeaba, presionaba, se posaba sobre mi Monte de Venus sin prisas ni violencias, y en cada roce, mi excitación crecía. Sus dedos, cada vez más osados, fluían por el interior de los muslos para morir, una y otra vez, junto a la grieta de mi coño. Sin lugar a dudas deberían haber notado la gratificante viscosidad de mi flujo, pues cada vez iban mas lejos en su recorrido ascendente demorándose más allí antes de iniciar el inverso.
Mi mente, en esos momentos, solo estaba pendiente de hasta donde llegarían y si al final, serian capaces de hundirse en mi vagina. Pero no, los sentí recorrer la totalidad de mi cuerpo para desprenderse de él de forma casi violenta.
.- La señora está servida, le oí decir mientras su mano descansaba descaradamente en mi sexo y una sonrisa maligna arrugaba sus labios.
.- Son 150 pesos, esto último es regalo de la casa dijo aun con sus dedos en el interior del bikini.
Los sentía moverse bajo el arrugado bañador acariciándome el clítoris, mientras yo, con una lentitud infinita, le pagaba por el valor de sus servicios. Se levanto y con un “Gracias. Espero que le haya gustado y otro día se repita”, desapareció tan misteriosamente como había aparecido.
Quede ofuscada. Me di la vuelta e intente tranquilizarme. Ni José Luis ni mis amigos daban señales de vida. Mire el reloj. El mal llamado masaje erótico se había prolongado por más de una hora. Me reacomodé el bikini y espere. Pedro y Manguita aparecieron comiendo una jugosa ración de cerdo asado y solicitando automáticamente dos cervezas heladas. José Luis llego mas tarde. Se había recorrido varias veces la playa y estaba asombrado de sus peculiaridades. “Es fácil” nos dijo, “que al darte un masaje, te masturben como complemento”, y a continuación explicaba como se lo habían hecho a un turista a pocos metros de nosotros y sin ningún tipo de recato. “Si es muy fácil” respondí pensando en el que yo misma acababa de recibir.
En mi subconsciente, enterrada en ese baúl de recuerdos que todos atesoramos, quedaría Boca Chica como una playa extraña, erótica, mercantilista y populachera. La recordaría como un lugar donde todo es negociable, hasta el sexo, como un espacio en el que puede aparecer un morenito que te de un masaje y que además, te caliente y te masturbe sin cruzar contigo ni una sola palabra. La visualizaría como algo atípico en donde me habían dado el más peculiar de los masajes recibidos hasta entonces.