viernes, 11 de marzo de 2011

UN MASAJE EN BOCA CHICA

Tras un año de viajar regularmente a la Republica Dominicana y visitar, si no todas, muchas de sus playas, seguía sin conocer la mas popular, la mas urbana y la mas próxima a Santo Domingo.
Boca Chica es para los dominicanos, su playa emblemática, el germen del que nació su floreciente sector turístico; para el mundo es uno de los centros sexuales más renombrados de la isla. Nunca lo creí. La promiscuidad esta aquí generalizada y pensé que era casi ilógico que se concentrara en un sitio en particular. La playa, por ser una de las pocas de dominio público, tenía entonces escaso desarrollo hotelero y como, en nuestras anteriores excursiones, siempre las planificamos para una o dos noches de descanso, habían pasado más de 12 meses y aún no la conocíamos.
Ahora era diferente. Al hilo de la exposición de Pintura Contemporánea Costarricense, montada e inaugurada en esas fechas, nos acompañaban dos de los pintores del Grupo Bocaraca y parecía poco correcto, ir nosotros a un sitio y ellos a otro; por ello los cuatro: José Luis, Manguita, Pedro y yo, aprovechamos el domingo para tomar el sol en Boca Chica.
No tenía una idea clara de lo que iba a encontrarme. Estaba claro que no era como alguna de las playas visitadas hasta entonces y en las que el orden y la limpieza sobresalían por encima de todo. Ni como las de mi hermoso país Costa Rica donde el desarrollo ecológico y medioambientalista condicionaban su escasa utilización masiva. Todos pensábamos, cuando decidimos su elección, en pasar un día apacible, rodeados de la clase media local y con más o menos comodidades en función siempre de los “pesos” que quisiéramos gastarnos.
Nada más llegar me di cuenta lo equivocada que estaba. Un número indeterminado, pero masivo, de jóvenes rodearon el vehículo intentando aparcarlo en uno de los muchos lugares disponibles. Cuando lo hicimos, el más espabilado se ofreció a cuidarlo el resto del día por el módico precio de 20 “pesos”; casi por encanto una legión de vendedores ambulantes nos rodearon ofreciéndonos cuadros, collares, figuras, restaurantes….A empujones y de mal humor llegamos a la playa y allí, el acoso mercantilista se centuplico.
El sol caía de plano y el recorrido por la playa podría considerarse como inenarrable. “Coma aquí una autentica paella valenciana”, “Les ofrezco tumbonas con sombra”, “Quiere una…”, cientos de sugerencias se nos insinuaban de forma reiterada y continua. Estábamos agobiados. Deseábamos sentarnos y que aquella marabunta humana se olvidara de nosotros. Según avanzábamos los ofrecimientos crecían. Solo José Luis parecía ignorarlos. Indiferente al sol y escupiendo violentos insultos, en el más castizo madrileño, se contentaba con observar. “Fíjate” me dijo, “aquí te hacen unas trencitas, te dan un masaje o te pintan un cuadro en vivo y en directo”, al parecer en Boca Chica todo era posible y todo y todos se ofrecían, se compraban o se vendían.
Por fin nos sentamos. Tras reñir con un montón de teóricos guías de playa elegimos un restaurante en el que se compaginaba: sombra, comida y tumbonas, tanto a la orilla del mar como próximas al establecimiento.
José Luis, inquieto como siempre, salió a pasear. Manguita, Pedro y yo pedimos cervezas e intentamos relajarnos. Fue inútil. De nuevo entro en juego el mercadeo local, aunque ahora, con un nuevo matiz, el erótico. Nos ofrecían jovencitas, jovencitos, morenos, rubias, parejas o tríos. La oferta de carne estaba en su máximo apogeo. El futuro cliente podía palpar, sobar, observar a la posible mercancía sin que esta se inmutase. A mi lado un estadounidense tanteaba el coño de una morenita y un poco más lejos, otra masajeaba, a plena luz del día, a un rubio alemán seboso, sentada plácidamente entre sus piernas y centrando su labor al máximo en al aparato genital. Así era todo. Pase dos horas absorta en aquel comercio humano, o mejor inhumano, hecho con la mayor impunidad posible.
La comida “Por dicha” Fue buena. Ensalada de camarones con aguacate regados con cerveza fría y amenizados por las confidencias de un grupo de “trabajadoras del amor “que, en la mesa de al lado, hablaban de su vida, de su mala vida.
Supe de su precio, muy bajo, del número de servicios diarios, de su régimen de comidas. Charlaban de su profesión como si fueran abogados o ingenieros y analizaban su obra o su caso. Si lo visto hasta ahora me había deprimido, lo que escuchaba me asombró.
Entre anécdota y anécdota terminamos de comer. Mis tres acompañantes salieron a pasear y yo me tumbe a dormir en una de las hamacas protegidas por una enorme sombrilla.
.- Le apetece un masaje.
Lo oí de lejos. Intentaba desconectarme del lugar. El hecho de estar cerca del restaurante, lejos de la orilla, me hacía sentirme solitaria entre aquel alboroto de bañistas, vendedores y músicos. Tanto José Luis, que nadaba indiferente sobre un mar intensamente azul, como Pedro y Manguita que, en un alarde de valentía, buscaban carne fresca, varonil y bronceada, con la que poder recrear la mirada, me habían abandonado.
.- No gracias dije mecánicamente. A lo largo de toda la mañana nos habían ofrecido de todo y siempre contestamos con igual indiferencia..- No sea así señora, seguro que se relajara.Por el rabillo del ojo vi como el joven mulato acercaba una silla e, indiferente a mi repuesta, se sentaba a mi lado.
.- No, gracias, repetí.
Tumbada boca abajo, caliente por el sol y con los efectos de la digestión en mi cabeza, solo deseaba abandonarme, no pensar, no discutir.
.- Déjeme hacerle una trencita, escuche mientras una mano se perdía por mi pelo y unos dedos, agiles y finos, iniciaban el lento proceso de separar, peinar y trenzar un mechón de mi cabello. No se la razón, pero no dije nada, le deje hacer. Me encontraba muy bien y no me desagradaba que aquel desconocido me acariciara el cuero cabelludo..- Ya termine, quiere que sigaEstaba muy cómoda y no tenía ganas de discutir. Mi silencio debió confundirlo, o asimilarlo, con un sí rotundo pues de repente, sus manos, cubiertas por una sustancia aceitosa, se posaron en mis hombros.
Mi subconsciente acepto la iniciativa del anónimo masajista y todo mi cuerpo se distendió. Aquel si, no dicho ni querido, pero de alguna forma transmitido, hizo que sus manos iniciasen una serie de movimientos de frotación sobre mi cuello y mi nuca. Como en sueños las sentí descender sobre los brazos, concentrarse en los omoplatos, subir y bajar por la espalda, presionar los músculos, separar las fibras. Ni él, y mucho menos yo, teníamos prisa. Durante mucho tiempo la parte superior de mi cuerpo fue lubrificada, estrujada, golpeada. En ese tiempo, me olvide de todo y mi mente floto bajo el cielo caribeño: cálido, sensual, hechizado.
Las manos untuosas fueron descendiendo. Sentí como el aceite iba extendiéndose sobre la piel hasta llegar a la cintura. Sin preguntar ni consultar sus acciones, desabrocho la parte superior del bikini dejando libre toda la extensión de mi espalda. No lo esperaba, ni me preocupo. Era normal que la parte superior del bañador dificultara su trabajo y que por ello la eliminara. De nuevo me adormile.
La columna, los músculos que la rodean, las vertebras, la piel, todo era delicadamente friccionado, modelado. Mi espalda era su territorio virgen donde aplicaba técnicas de relajación, terapias de descanso, roces de placer. De nuevo se detuvo el tiempo y, otra vez mi cuerpo se abandono. No pensaba, no oía, no veía, solo sentía.
Aquel rodillo de bienestar avanzo hacia mis extremidades inferiores. El aceite, estancado en la cintura, empezó a fluir por los muslos, los glúteos, las piernas. Se fue extendiendo con suavidad, con mimo, con calor. Todas las sensaciones vividas hasta ahora en la espalda, se desplazaron hacia las piernas. Sin tener una conciencia cierta del porque, note un regusto sexual que me contrajo el estomago y humedeció ligeramente mi vagina. Como ya hizo antes en la espalda, el masajista empezó a eliminar parte de la braguita del bikini que dificultaba su labor. Sin pedir permiso, consciente de lo que hacía, bajo hasta un límite insospechado el borde superior de la tanga y luego, con idéntica parsimonia, arrollo los laterales acoplándolos en la raja de los glúteos. Como final me alzo levemente el vientre y empujo el borde anterior del bikini hasta el inicio de mi coñito. Estas serie de manipulaciones, hechas con primor y aparente indiferencia, me despejaron.
Quede prácticamente desnuda en una playa pública y muy concurrida, con un masajista sentado a mis pies y con la indiferencia total de la gente que, a mí alrededor, tomaba el sol o charlaba animadamente. Mi bikini se había reducido a una cinta de tela que se encajaba en mis nalgas y otra que rodeaba la cintura a la altura del pubis.
El aceite discurrió entre las piernas que, en un movimiento instintivo, separe al máximo. Empapo los muslos, se detuvo en las ingles y dejo mi piel brillante y preparada para todo.
Empezó por los glúteos. Los amaso, arrollo, palmoteo. Los dedos llegaban hasta el borde del bañador, superándolo a veces, rozando el botón negro del ano, abierta ya de placer. Siguió por los muslos. Subían y bajaban por su interior acariciando la piel, presionando la carne. Iban desde la corva de la rodilla hasta la unión sagrada de los muslos deteniéndose allí para reiniciar el recorrido inverso. En cada parada sus dedos quedaban más cerca de mi clítoris, mojado y sensible. Eran roces robados pero conscientes, caricias premeditadas. En cada pasada de aquellas manos yo abría más y más las piernas enseñando mi coñito chorreante y ansioso de placer.
El tiempo se detuvo. Pensé que el masaje zonal se prolongaría indefinidamente, pero me confundí. Fue alejándose de mi centro neurálgico concentrándose ahora en las piernas, en los pies. De nuevo me relaje. La fricción de los gemelos, de los dedos y de los tobillos me tranquilizo. Sus manos volaban de una pierna a la otra, sobre cada uno de mis dedos, bajo la planta de los pies. Fueron subiendo por el cuerpo hasta detenerse en los hombros y, como desde muy lejos, escuche..- Señora, por favor, dese la vuelta.Apenas si me di cuenta que tenía la parte superior del bikini desabrochada y la inferior arrollada y reducida a la mínima expresión. Cerrando los brazos contra el cuerpo evite que al girar cayera el sujetador, pero me fue imposible recolocarme la braguita. Fue, de cualquier modo, un ejercicio estéril. El masajista, una vez boca arriba, se despreocupo de mi atuendo e empezó a cubrirme de aceite. Al segundo pase y con un suave “lo siento” eliminó las cazoletas que cubrían mis pechos arrollando, a continuación, mas aun, la telilla que me protegía el pubis.
Quede prácticamente desnuda sobre la tumbona. No puedo decir que tal hecho me preocupara. En otras ocasiones había estado así en otras playas, pero siempre fui yo quien se despojo de bañador. Ahora era un masajista desconocido quien me desnudaba en público, aunque bien pensado ese público que nos rodeaba, prestaba muy escasa atención al proceso, a mi cuerpo y a las manipulaciones del moreno.
El fuego interior, que empezaba a morir, volvió a reavivarse. Sin sentir aun sus manos en mi cuerpo, los pezones se endurecieron y la vagina se humedeció. Como si me leyera la mente sus dedos se concentraron en mí. Friccionaron los hombros, los brazos, el cuello. Bajaron por el canal de mis pechos y descansaron sobre el estomago al que circundaron una y mil veces. Subían y bajaban rodeando apenas mis tetitas haciendo círculos sobre el abdomen, pellizcándome y arrollando la piel, golpeándola, arañándola levemente. Los seguía mentalmente intentando predecir cual sería su próximo movimiento. Ascendieron, bordearon la redondez de mis senos, abarcándolos casi por completo, remarcaron la negra aureola de los pezones y los presionaron con mimo, produciéndome, al hacerlo, un desgarro de placer. Descendieron luego hacia el ombligo, hacia el pelo púbico que afloraba bajo el tanga.

Hubiera deseado que, aquella mano, como el pececito del merengue de Juan Luis Guerra, hiciera burbujas de amor en mi pecera, pero solo paso sobre ella distribuyendo mas aceite sobre las piernas. El masaje se iniciaba en la parte baja del estomago, se alargaba hasta las caderas, descendía por los muslos y se remontaba por los aductores muriendo justo en las puertas de mi sexo. Eran roces insinuantes y huidizos. Cada vez que sus dedos llegaban a las ingles, un flujo de placer me invadía. El silencioso terapeuta trabajaba con esmero. Rodeaba, presionaba, se posaba sobre mi Monte de Venus sin prisas ni violencias, y en cada roce, mi excitación crecía. Sus dedos, cada vez más osados, fluían por el interior de los muslos para morir, una y otra vez, junto a la grieta de mi coño. Sin lugar a dudas deberían haber notado la gratificante viscosidad de mi flujo, pues cada vez iban mas lejos en su recorrido ascendente demorándose más allí antes de iniciar el inverso.
Mi mente, en esos momentos, solo estaba pendiente de hasta donde llegarían y si al final, serian capaces de hundirse en mi vagina. Pero no, los sentí recorrer la totalidad de mi cuerpo para desprenderse de él de forma casi violenta.
.- La señora está servida, le oí decir mientras su mano descansaba descaradamente en mi sexo y una sonrisa maligna arrugaba sus labios.
.- Son 150 pesos, esto último es regalo de la casa dijo aun con sus dedos en el interior del bikini.
Los sentía moverse bajo el arrugado bañador acariciándome el clítoris, mientras yo, con una lentitud infinita, le pagaba por el valor de sus servicios. Se levanto y con un “Gracias. Espero que le haya gustado y otro día se repita”, desapareció tan misteriosamente como había aparecido.
Quede ofuscada. Me di la vuelta e intente tranquilizarme. Ni José Luis ni mis amigos daban señales de vida. Mire el reloj. El mal llamado masaje erótico se había prolongado por más de una hora. Me reacomodé el bikini y espere. Pedro y Manguita aparecieron comiendo una jugosa ración de cerdo asado y solicitando automáticamente dos cervezas heladas. José Luis llego mas tarde. Se había recorrido varias veces la playa y estaba asombrado de sus peculiaridades. “Es fácil” nos dijo, “que al darte un masaje, te masturben como complemento”, y a continuación explicaba como se lo habían hecho a un turista a pocos metros de nosotros y sin ningún tipo de recato. “Si es muy fácil” respondí pensando en el que yo misma acababa de recibir.
En mi subconsciente, enterrada en ese baúl de recuerdos que todos atesoramos, quedaría Boca Chica como una playa extraña, erótica, mercantilista y populachera. La recordaría como un lugar donde todo es negociable, hasta el sexo, como un espacio en el que puede aparecer un morenito que te de un masaje y que además, te caliente y te masturbe sin cruzar contigo ni una sola palabra. La visualizaría como algo atípico en donde me habían dado el más peculiar de los masajes recibidos hasta entonces.

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