viernes, 18 de marzo de 2011

EL SERVICIO, EXCELENTE



” ¿Qué les pareció el hotel?, ¿Les gusto la playa? ¿Qué tal el servicio? El gerente-recepcionista intentaba establecer, sin éxito, una conversación coherente mientras efectuábamos el viaje de regreso desde la Isla de Cayo Levantado a la Península de Samana. Todo muy bien, pensé para mis adentros, recordando los días pasados en aquella isla del Caribe, pero el servicio, justo era reconocerlo, había sido excelente.





Cuatro días antes José Luis y yo tomamos esa misma motora y bajo un sol de justicia recorrimos el trayecto en sentido contrario y, como por encanto, nos vimos transportados a un viejo hotel, hoy en remodelación, que la Cadena Occidental tenía alquilado al Gobierno de la Republica. En contraposición al resto de los centros turísticos de alto nivel de Santo Domingo, Cayo Levantado poseía el encanto de lo antiguo y su correspondiente incomodidad. Carecía, como era de esperar, de las ventajas con que la moderna tecnología hotelera dota a sus establecimientos, pero esto lo suplía con un trato personalizado y un servicio atento y solicito a todo tipo de sugerencias.


Nuestra habitación era muy amplia, con un gran ventanal de madera, una terracita enmarcada por buganvillas y jacintos, un cuarto de baño destartalado, con múltiples humedades y una especie de área de descanso en la que, por un capricho de un lúdico arquitecto, se mezclaban: un jacuzzi, circundado por una barandilla de ratán, junto a un servicio de bar conformado por una nevera, una mesita baja y dos taburetes, todo a juego con la barandilla. La cama matrimonial, de amplias dimensiones, se interponía entre el jacuzzi y la terraza. En el techo, y en difícil convivencia, un silencioso ventilador junto a la estridente rejilla metálica del aire acondicionado, artilugios ambos que, por aquello de la crisis energética, únicamente funcionaban a partir de las 3,00 de la tarde.
Llegamos a las 2,00. El calor, sofocante, apenas si nos dejo disfrutar de las bondades del recinto ni de sus vistas sobre el acantilado marino; deseábamos ducharnos, ponernos los trajes de baño y bajar a la playa.
Otra de las peculiaridades del hotel era su ubicación. No se levantaba sobre la costa sino que, para llegar al mar, había que recorrer como unos dos kilómetros por un camino bordeado de árboles milenarios. Las posibles incomodidades del viaje: el calor y la caminata, se diluían ante la belleza de la calita en la que terminaba. Sobre una explanada enmarcada por palmeras se contorneaba una cinta arenosa blanquecina cubierta por hamacas azules y amarillas. Muy poca gente, todos extranjeros, se entremezclaban entre el agua, el sol y dos bares del hotel que ofrecían a los huéspedes todo tipo de bebidas.
Con el sol acariciando mi cuerpo y el murmullo de las olas de fondo, me desconecte de la realidad. En unos instantes huyeron de mi mente las últimas semanas en Costa Rica atiborradas de problemas, trabajo y mal tiempo, se disipo el cansancio del viaje, la tensión por lo desconocido y apenas si me di cuenta cuando desaparecieron los bañistas y el sol se oculto bajo la línea del horizonte.
La luminosidad del amanecer unido a lo copioso del desayuno lograron revivir en mí el gozo por el placer. Tenía la piel tersa, la mente despejada y ese regusto en el estomago ante la carga erótica que dimanaba del lugar.
Siempre nos pasa lo mismo. El primer día somos los primeros en todo. Al llegar a la playa solo las ordenadas filas de hamacas circundaban el litoral marino. Ni turistas, ni vendedores ni, por aquello de no madrugar en el trópico, el encargado de suministrar las toallas estaba en su lugar de trabajo. Nada nos importó. Recorrimos el laberinto de tumbonas y elegimos dos, algo apartadas del resto y sombreadas por un enorme cocotero. Siguiendo la actual moda europea me despoje de la parte superior del bikini, me embadurne el cuerpo, y en especial los pechos, de crema bronceadora y me abandone al sol.
.- Buenos días, soy del servicio del hotel, desea que le haga unas trencitas.
Abrí los ojos. José Luis, fiel a su costumbre me había dejado sola y estaba paseando por la playa. Junto a mí, un joven mulato, como de unos 25 años, bajito y sonriente, me mostraba una especie de álbum con muchas de sus especialidades mientras hablaba y hablaba sin parar.
Las tumbonas que me rodeaban, antes vacías, se veían parcialmente ocupadas y la playa era un constante ir y venir de gente. El peluquero ambulante, al servicio del hotel, seguía enumerándome sus habilidades, los diferentes tipos de peinados, lo bien que, cualquiera de ellos, me quedaría y cuanto me resaltaría la belleza de mi piel morena.
.- Una prueba, solo una prueba para que se dé una idea de cómo le quedará. Además, todo es cortesía del hotel, solo admito su propina
No sé si acepte o no, pero ya lo tenía sentado a mi espalda y sus manos empezaban el laborioso proceso de trenzarme la melena, mi corta melena negra. Quien al principio fue un torrente de palabrería se transformó, tijeras y peine en mano, en un experto en el arte del peinado. Notaba como sus dedos, con delicada paciencia, iban cuadriculándome la el cuero cabelludo, trenzando luego, con inusitada rapidez, cada bloque de cabellos.
Mi sopor inicial desapareció. Sentada en el extremo de la hamaca, con el pecho al descubierto y con un moreno a mis espaldas, contemplaba el mar, casi inmóvil, y estaba, sin saber la razón, relajada, caliente y expectante.
José Luis caminaba por la arena, los turistas rezagados iban tomando posesión de algunas de las hamacas vacías y Daniel, así se llamaba el muchacho, empezaba a contarme su vida mientras sus dedos continuaban desenredándome el pelo, estirándolo, trenzándolo. Cada cierto tiempo me rodeaba al cuello o las orejas para resaltar el efecto del trenzado o bien se ubicaba frente a mí para tener una idea global de su obra. Si saber el motivo me fui excitando y mis pezones se endurecieron convirtiéndose en dos botones negros y turgentes.
.- Le va gustando como queda. Le oí a mis espaldas a la par que una de sus manos descansaba sobre mi hombro y sus dedos morían en la parte alta de mi pecho izquierdo.
.- Bastante. Conteste, más pendiente en ese momento de aquella mano olvidada que del resultado de su obra.
Termino la parte alta. Su trabajo se centraba ahora alrededor de las orejas, en la nuca, en el nacimiento del cuello. Las nuevas trencitas empezaron a cosquillearme la piel y mi grado de excitación subió de nuevo. Se detuvo y otra vez su mano descanso sobre mi hombro. Mis pezones, otra vez se contrajeron al sentir sobre mi carne aquellos dedos extraños. Consciente de mi maldad me eleve bruscamente y al hacerlo, su palma descendió hasta cubrirme el pecho. Fue un movimiento rápido, casi fugaz. Nos excusamos y él continuó. Deseaba que lo que había sido un roce efímero se prolongara, que aquellas manos anónimas volvieran a descansar sobre mis tetas, que las rozaran apenas, que las activaran. No fue así. Termino, y ante la irónica mirada de José Luis que, desde hacía un rato, estaba con nosotros, se despidió, me dio las gracias por la generosa propina y alabo la pulcritud del peinado y lo bien que me quedaba.
Ardía de deseo. Tumbada boca abajo gozaba con el masaje que José Luis me daba al distribuir la crema solar sobre mi espalda. Sus dedos, con entera impunidad, iban desde las cervicales a los tobillos. Con la parte inferior del bikini arrollado e insertado entre los glúteos y mis senos al descubierto, mi osada pareja inicio sobre mí un ritual intermedio entre masaje y masturbación. Mis carnes iban siendo acariciadas, estrujadas, violadas. Sus dedos, aparentemente cándidos, bucearon bajo mi arrugado bañador hasta encontrar la entrada de mi culo y el se perdieron. Me corrí de gusto bajo el sol tropical rodeada de rubios alemanes que dormitaban plácidamente ajenos a lo que a su lado sucedía.
Un día de playa, y más como aquel, resulta agotador. A las cinco, en la habitación, estábamos rendidos. Calientes por el sol y excitados por todo lo que nos había, me había, ocurrido. El aire acondicionado y una ducha fría nos transportaron de nuevo a la realidad de acomodados turistas, bueno, eso y la peculiar meteorología local que nos sorprendió con un aguacero de inusitada violencia. El panorama azul y verde de la mañana se transformo en un gris plomizo y una cortina de viento y agua nos dejo encarcelados en la habitación. Prisioneros sí, pero de lujo. Supimos entonces de la presencia del jacuzzi y su utilidad.
Mientras me desnudaba José Luis llamó al servicio del bar para que nos trajeran unas ginebras con tónica con mucho hielo y algo de picar. Coloco una mesita auxiliar al borde de la tina y separo las sillas que la rodeaban. Me introduje en el agua y me relaje. Totalmente desnudo observaba las burbujas de agua que surgían entre mis piernas y notaba como cientos de chorros me golpeaban o mejor, friccionaban, espalda, pies y cintura. Instintivamente me acaricie el sexo y el pecho, estaba feliz.
Un par de golpes en la puerta y la aparición de un camarero arrastrando un carrito con todo lo pedido me sobresaltó. José Luis, tan cortado como yo, se retiro dejándolo pasar. Sentí el impulso inicial de cubrirme con algo, pero, ante la inutilidad de tal acción, me mantuve sentada en el jacuzzi exhibiendo, al solicito empleado, todo el esplendor de mi anatomía. No se inmuto. Como si fuese una estatua de piedra se planto ante mí y con pasmosa lentitud fue llenando los vasos con ginebra, puso el hielo, el limón, distribuyo las “boquitas” en la mesa; luego, como si nada ocurriera y mi indumentaria fuese la correcta, tomo uno de los vasos y me lo ofreció.
Sabía que me miraba, que se moría de gusto viéndome desnuda ante la presencia de mi compañero. Vi su sexo abultado bajo el pantalón y eso me excito tanto o más que el sentirme observada. Medio me levante a tomar el vaso que me ofrecía, dando así una mejor visión de todo mi cuerpo. Roce mis dedos con los suyos y con una sonrisa llena de maldad dije
.- Puede retirarse, muchas gracias por todo
Lo que siguió fue pura orgía. José Luis se desnudo y se metió en el agua. Sus manos, su boca, su pene me buscaron. Ambos ardíamos. Me encontré penetrada, acariciada, mordida. Mi vagina albergaba indistinta mente dedos, lengua, sexo. Con la boca chupaba su miembro, duro y mojado, que entraba y salía de otros orificios de mi cuerpo. El agua formaba grandes charcos en el suelo y las ginebras se calentaban en los vasos.
Fue un acto de amor memorable. A su término, mojados, exhaustos y aun lujuriosos, nos sentamos en la terraza para que la lluvia, ya muy persistente, terminase de enfriarnos, de lavarnos, de acariciarnos con sus manos suaves y desconocidas.
La mañana, la tarde y la noche siguientes fueron remansos de paz, de tranquilidad absoluta. Volvimos a la playa, tome el sol, bebimos mucho ron con limón y hielo, lucí mis pechitos ante quienes quisieron verlos, pasee por la arena, nade en el mar.
Lo malo de mis viajes a la Republica Dominicana es que son muy cortos. Son largos fines de semana en lugares paradisíacos que terminan, por lo general, en un domingo triste.
La última noche nos regalo una luna llena rojiza que emulaba, hasta casi superar, los cientos de farolitos, que la dirección del hotel había distribuido sobre la explanada lateral en la que, por ser sábado, se servía la cena. Por azar compartimos mesa con una rubia alemana que apenas si hablaba el castellano y que, en su muy aceptable inglés, me contó el porqué de su viaje y lo agradable del lugar. Tras los postres, como un rebaño de ovejas, nos dirigimos al porche en donde una banda musical y media docena de animadores al servicio del hotel, se empeñaban en alegrar la vida de los turistas. Envié a José Luis a la pista con la teutona y me quede mirando.
.- ¿Bailas?
Oí a mi espalda, a la par que uno de los animadores me tomaba de la mano y me arrastraba al centro de la fiesta. Sería una mentirosa si dijera que no me apetecía bailar, e injusta si no admitiese que mi pareja era un excelente bailarín. Un merengue, otro, una salsa, una cumbia, otro merengue. Mi cuerpo rezumaba sudor, la camisa se me adhería a la piel mientras unas manos extrañas danzaban, a la vez, sobre mi espalda. Tan pronto giraba a su alrededor como me encontraba pegada a él clavando mis tetitas, hoy sin sujetador que las protegiera, contra su pecho.
Sin duda era un profesional del sexo pues creyéndome sola, al final de uno de aquellos maratonianos merengues, me pregunto:
.- ¿Quieres que subamos a tu habitación?
Su sugerencia me agrado, no por él, sino por mí y José Luis, a quien veía a lo lejos arrastrando aquella mole germana con la que apenas si podía comunicarse.
.- Bien vayamos, conteste.
Cuál no sería su sorpresa cuando al pasar junto a José Luis lo tome del brazo diciéndole
.- Vamos cariño, hoy tenemos un espectador de excepción.

Mi acompañante apenas si reaccionó. Como un perrito faldero nos siguió hasta el cuarto incapaz de comprender el nuevo giro que tomaba su recién iniciada aventura erótica.
Ni encendimos la luz. La luna lo iluminaba todo. Era como un foco gigantesco encargado de poner las luces y las sombras que daba, a veces la visión, y a veces la eliminaba.
Ante su mirada atónita José Luis y yo caímos abrazados en la cama mientras nuestras manos se esforzaban en la dulce tarea de desnudarnos. Lo miraba incrédulo contemplando como dos personas se arrancaban la ropa, como yacían desnudos para él, como se besaban, se chupaban, se poseían.
.- Desnúdate, le dije, y como un obediente estudiante fue despojándose de la ropa. Sentada sobre el sexo erecto de José Luis, vi su cuerpo moreno, hermoso, sin apenas grasa. Su pene aún caído su pecho sin vello. Era incapaz de hacer nada.
.- Mastúrbate, volví a decirle. Cada minuto que pasaba crecía su excitación. Ante el estábamos haciendo el amor y yo le ordenaba que se auto complaciera.
Caí de espaldas. José Luis se volcó sobre mí. Se sexo en mis entrañas y nuestras lenguas enredadas. Lo aparte ligeramente imaginando la escena. Estaba poseída por un hombre y enfrente, otro, se acariciaba, gozaba para mí.
.- Acércate, le pedí.
José Luis seguía penetrándome dejando libre la parte superior de mi cuerpo, yo miraba a nuestro espectador que, totalmente empalmado, nos observaba desde el lateral de la cama. José Luis metía y sacaba su sexo de mi vagina excitándome al máximo, haciendo que por momentos perdiera consciencia de la realidad que vivía.
.- Acaríciame las tetas, le rogué.
Sentí de inmediato sus manos en los pechos. Estaban golosas de carne, de placer, de mí. Busque su pene. Lo encontré duro, negro, caliente. Como por instinto los tres iniciamos un movimiento erótico casi perfecto. José Luis entraba y salía de mí, yo masturbaba a nuestro desconocido amigo y él me masajeaba los pechos, me pellizcaba los pezones balanceaba su cuerpo friccionando su sexo contra mi mano. Esta y mi vagina se inundaron de semen casi al mismo tiempo y una rápida e incontrolada cascada de orgasmos me hizo chillar de placer.
Sin decir nada, como llego, desapareció. Se vistió en silencio y salió sin hacer ruido. Nosotros, abrazados, nos dormimos.Si, el servicio del hotel ha sido excelente, tanto el personal de peluquería, como el del bar y el de animación. Ofrecí al gerente-recepcionista mi más amplia y agradecida sonrisa mientras le comentaba
.- Créalo, volveremos muy pronto, téngalo por seguro.

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