viernes, 25 de marzo de 2011

EL EMBAJADOR

Hace un mes que partí de Santo Domingo y aun me falta otro para regresar. Parece, por fin, que la serie borrascas, que de forma ininterrumpida han convertido mi país en cenagal, se han retirado, luciendo el sol en todo su apogeo. Mi llegada a San José fue triste. Deje a José Luis casi instalado y me reencontré, al llegar, con los mismos problemas que tenía: La Galería de Arte, más que andar se arrastraba, el proyecto constructivo de la emisora de radio estaba pendiente de la compra de determinados terrenos y quienes financiaron mi “carro” intentaban por todos los medios que les cancelase la deuda.
Hoy, segundo domingo de octubre, sola en mi jardín, veo brillar el sol mientras bebo una ginebra con tónica y recuerdo los días pasados en Santo Domingo.
Quien iba a decirme, hace apenas un año, que mi vida enlazaría con ese pequeño y renegrido país caribeño. “Por dicha” José Luis me esperaba en la zona internacional y todo ese trámite engorroso de llegar a un aeropuerto extraño y tener luego que salir de él, se redujo como por encanto. Bueno, por encanto y con dinero, pues hubo que pagar a todos cuantos se cruzaron en nuestro camino: policías, aduaneros, maleteros, transportistas y un largo etcétera de pedigüeños profesionales. Solo sus abrazos y sus besos amortiguaron el calor seco y pegajoso que empapaba mi cuerpo de sudor, solo sus caricias hicieron que el destartalado taxi que nos traslado al hotel, pareciera una carroza.
El hotel Embajador, era otra cosa. Por una serie de casualidades ligadas al proyecto que él dirigía nuestro cuarto estaba ubicada en la planta ejecutiva, razón por la cual, los procedimientos de inscripción y recepción, mas que reducidos fueron nulos. “Mañana, dijo José Luis, cualquiera de los secretarios de planta, los cumplimentaran.
La habitación, la ducha y la cama fueron hitos gloriosos en una desenfrenada carrera hacia el sexo. Ya, durante el itinerario en taxi, nos habíamos masturbado. Locos de pasión habíamos gozado de nuestros cuerpos al amparo de la noche. Sobre el asiento posterior nos besamos, sentí sus dedos penetrándome bajo la braga, abrí mi blusa para que gozara de mis pechos, extraje su sexo y lo engullí en la boca hasta sentir su semen correr por la garganta. Éramos dos locos amantes gozando en un taxi que recorría la oscura autopista de Duarte. Me recreaba con su sexo ante la presencia de un taxista anónimo y ajeno a nuestros juegos. Sentía mis pechos libres y nada me importaba; solo amar, sentir y ser amada.
Sobre la cama nuestros cuerpos se reencontraron. Sentí su lengua, sus dedos, su carne. Me corrí y se corrió. Dormimos desnudos sobre un revoltijo de sabanas y almohadas.

Medio en sueños vi como la claridad caribeña inundaba la habitación, note el hueco dejado por José Luis y me estire con pereza gozando de mi primer día sin tener que hacer nada específico. Quería “perecear” un poco mas a fin de eliminar de mi cualquier brizna de cansancio.
.- Buenos días. Oí decir a alguien a los pies de la cama. Abrí los ojos. De pie, a medio camino entre la ventana y el lecho una mujer, entrada en años, me observaba de la forma más natural del mundo.
.- Puedo hacer la habitación. Dijo sin inmutarse.
Me despeje por completo. Me encontraba desnuda sobre la cama. Vi a la sirvienta recoger, mecánicamente, parte de las almohadas esparcidas por el suelo y balbuceando un
.- No, espere un ratito.
Me cubrí pudorosamente mientras ella se retiraba. Ignoraba cuando entro ni cuanto tiempo se había recreado con la imagen de mi cuerpo, pero estaba claro que para ella, entrar en una habitación y encontrarse con alguien desnudo sobre la cama, debía ser algo normal, o tal vez lo fuese para todos los sirvientes de aquella peculiar planta de ejecutivos del hotel.
Mis días en La Republica Dominicana, fueron una mezcla continua de trabajo y placer. Debíamos encontrar una vivienda en la que pasar los próximos cuatro años, quería conocer las galerías de arte locales y me interesaba ver el autentico nivel de vida de la población. Salimos, viajamos, paseamos por los barrios antiguos. Al final de cada día, en el hotel, el aire acondicionado nos invitaba a recrearnos con mil juegos de amor. Eran días maravillosos en los que el sexo y el trabajo se entremezclaban.
Muchas tardes huíamos del bullicio callejero y nos atrincherábamos en la habitación. En ella, entre gin-tonic y gin-tonic, planificábamos el futuro, discutíamos el presente y nos amábamos. Era, el nuestro, un amor sencillo, continuado, sin altibajos. Un amor salpicado por un sexo malicioso fruto de nuestra desmedida imaginación, de nuestro querer excitarnos excitando, a su vez, a quienes nos rodeaban.
El primero en caer fue el encargado del servicio nocturno de comidas. Pedimos unas verduras y el camarero, al llegar, encontró a José Luis medio desnudo en la cama y a mí, con un camisón medio transparente, recibiéndolo en la puerta. Nos excitamos muchísimos viendo como nos observaba, en especial a mi y a mi leve vestuario. Para mi desgracia no traía, entre mi ropa algo más picante y vaporoso, en que se combinara, a partes iguales el erotismo y el pudor.
El segundo fue aun mejor, al menos para mí. Cada tarde, Ulises, el camarero de la planta ejecutiva, nos traía a la habitación, un cubo de hielo y una bandeja de canapés (“boquitas” en mi país y “picaditas” en este). Era una costumbre que iniciamos desde el primer día de mi llegada. Con ello podíamos estar más tiempo juntos, evitábamos el gasto de la cena y podíamos andar desnudos por la habitación. Por lo general era después de recibir el hielo y las “picaditas” cuando las ropas desaparecían. Aquel día, sin saber a ciencia cierta el porqué, nos olvidamos de pedir a Ulises nuestro consabido aperitivo. Estábamos desnudos viendo la televisión cuando se presento con la bandeja de siempre. José Luis, al oír llamar a la puerta se puso un pantaloncillo y salio abrirle, yo, agarre una camiseta y me la puse. Al hacerlo confíe que fuera de talla grande y poderme tapar así hasta las rodillas, pero desgraciadamente no lo era. La camiseta apenas si me llegaba a la cintura dejando con ello al descubierto mi culo y mi coñito. Me empotré cuanto pude en el sillón, cerré las piernas y cubrí el sexo pudorosamente con las manos.
Ulises se presento esbozando su sonrisa de siempre. Cruzo la habitación y se planto ante mí depositando la bandeja en la mesa. Estaba totalmente excitada. Sentía el roce del tapizado en mis nalgas, mis piernas al aire y mi sexo exclusivamente cubierto por mis manos. Escuche a Ulises hablar con José Luis con sus ojos sobre mí intentando descubrir lo poco que me tapaba la ropa. No se si consciente, o inconscientemente, iba demorando su servicio.
.- Les sirvo las copas.
Oí que decía mientras abría las tónicas. El ruido del líquido al caer en los vasos se mezclo, de nuevo, con su voz.
.- ¿Están a su gusto?
José Luis tomo la suya y yo la mía. Al hacerlo mis manos abandonaron el hueco de las piernas. Las cerré con fuerza. Los ojillos de Ulises se centraron, ahora, en los pelillos negros que surgían entre ambas y con el mismo tono de voz se retiro diciendo, al cerrar la puerta,
.- Que lo disfruten.
Claro que lo disfrutamos, pero no con las copas. Nos poseímos violentamente mientras el hielo se derretía en los vasos y la película de la televisión concluyera sin que conociéramos su final.
Fue algo salvaje. Estaba muy excitada. Al levantarme del sillón mi sexo chorreaba. Poco mas y me corro delante de Ulises. Sobre la cama, con José Luis en mi interior, imagine escenas imposibles. Deseaba ir al SPA del hotel y pasearme totalmente desnuda por la sauna, bañarme en el jacuzzi. Soñaba con que nos fotografiasen haciendo el amor, con que nos vieran mientras gozábamos y gozábamos con nuestros cuerpos. No se quien apago la luz ni pulso el interruptor del “off” de la televisión, se, eso si, que el amanecer fue maravilloso.
Los técnicos que hasta entonces habían acompañado a José Luis partieron hacia Madrid. Quedamos solos en el hotel con cuatro días para disfrutarlos exclusivamente los dos. Habíamos elegido ya la casa y nos dedicábamos a conocer el país, a recorrer sus mercados, a comprar cuadros y artesanías y a efectuar algunos contactos socio-comerciales. Las noches seguían siendo para el amor. Nos recluíamos en el cuarto y dejábamos pasar las horas entre caricias y orgasmos. Esta pasión ininterrumpida nos llevo, como en otras tantas ocasiones, a excitarnos provocando, y, como de costumbre, aquellos que nos rodeaban. Creo que fue José Luis quien hizo detonar nuestra maldad. Durante mi última noche empecé hacer el equipaje. Había llevado demasiada ropa y, encima, inadecuada para el clima local. Más de la mitad de mis vestidos habían dormido el sueño de los justos en perchas y cajones. De entre lo no utilizado una mini camisa blanca, a juego con un vestido azul, adquirido todo ello en España el verano pasado, despertó la curiosidad de José Luis. “Póntelo” dijo, “Pero sin nada por debajo”. Estaba claro que la prenda fue diseñada para llevarla como complemento. Carecía de botones y su forma se asemejaba a una especie de chal. Era, sin duda, para acompañar a cualquier traje veraniego. No podría decirse que cubierta solo con ella, estuviese mal, pero si estaba ligeramente indecente. Por la amplitud de las mangas y por la inexistencia de cierres, al utilizarla sin ropa interior, mis pechos quedaban casi al descubierto. Cualquier movimiento, bien al levantar los brazos, bien al extenderlos, condicionaría que la prenda se abriera y mis pechitos surgieran al exterior. José Luis quiso que me la pusiese así y a mí, como siempre, no me molestó, más bien me produjo un regusto cómplice y malicioso.
Vestida con un pantaloncillo corto y aquella especie de chal sobre los hombros llamamos al restaurante chino del hotel para que nos subieran la cena a la habitación. Estaba excitada. José Luis deseaba que me mantuviese con la camisola parcialmente abierta insinuando lo que casi sin duda se veía. Quería y no quería hacerlo. El tiempo de espera fue tenso. José Luis me entreabría la camisa y yo me la cerraba. No se el porque pero de repente me sentí incomoda. Llamaron a la puerta y apareció el consabido camarero empujando un carrito con la cena solicitada. De nuevo en el sillón lo vi ante mí distribuyendo lo pedido sobre la mesa. José Luis a mi espalda, contemplaba la escena. El mozo no dejaba de mirarme. Intuía que bajo la camisola no llevaba nada. Separe los brazos del cuerpo y note como se abría. Desde el cuello a la cintura mi cuerpo surgió diáfano, desnudo y visible. Contemple como ordenaba los platos y como ofrecía a José Luis la nota para que se la firmara, mientras sus ojos no se apartaban de mi descomunal escote. Moví ligeramente un brazo y uno de mis pezones afloro a la luz. Su negra aureola destacó violentamente contra la blancura de la tela. El camarero recogió la nota y, sin dejar de mirarme, salio del recinto.
De nuevo la comida se enfrío en los platos. Otra vez el apetito sexual fue superior al biológico. El provocar, como lo habíamos hecho, nos excito al máximo. Nuestras mentes avivaron nuestros sexos y un cúmulo de fantasías brotaron en la noche. Lo soñamos todo: Ser vistos, ser deseados, ser fotografiados, ser envidiados. Suspiramos por una sauna imposible, con tomas de video irrealizable, con un espectador ocasional a los pies de la cama.
Agotados y contentos caímos sobre los platillos chinos a base de arroz y tallarines. Por la mañana aun quedaba en nuestros labios el sabor a soja y a semen ligeramente entremezclados y se humedecía mi entrepierna al recordar los ojos del camarero fijo en la abertura de la camisa, sobre la aureola de mi pezón.
Sentada en el jardín veo como mi gin-tónic casi ha desaparecido mientras sol de San José empieza a calentarme. Muevo el vaso sobre mi piel y siento como un hormigueo de placer me contrae el estomago. Apoyo el cristal en mis pezones y estos se endurecen. Lo coloco entre las tetas y recuerdo la mirada fija de aquel camarero de Santo Domingo. Lo bajo hasta encajarlo en mi sexo. Está húmedo, viscoso. Rememoro los ojos de Ulises sobre estos pelitos, ahora cubiertos por el cristal. Lo deposito en el césped y empiezo acariciarme el clítoris. Abro por completo las piernas y siento chorrear mi vagina. Mis dedos entran y salen dándome placer. Me masturbo pensando de nuevo en el hotel El Embajador. Pronto regresaré y otra vez la aventura del sexo nos atrapará. De nuevo luciré medio desnuda, haremos el amor en otro taxi, nos excitaremos en el SPA, nos fotografiaran haciendo el amor. Sueño despierta pensando en lo que hicimos y en lo que, otra vez, haremos, mientras me invaden las primeras sacudidas de un orgasmo tibio, violento, caliente. Quedo medio desnuda y rendida sobre la hamaca. El sol de mi tierra me contempla y prepara para el placer, para el goce, para la lujuria compartida con José Luis.

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