viernes, 15 de julio de 2011

MARENCO: EL ERROR DE UNA ELECCION

El turismo es mi debilidad, mejor dicho, nuestra debilidad. A lo largo de los últimos años hemos recorrido el País en busca de sol, lujo, calor, mar o montaña; hemos descubierto parajes insólitos, playas inhabitadas o bosques primarios apenas si transitados por los propios lugareños; hemos vivido en albergues, cabinas u hoteles, pero siempre, o casi siempre, hemos compaginado lo placentero con lo erótico, lo normal con lo provocativo, lo abúlico con la excitación que produce el intentar forzar las normas de esta sociedad decadente y permisiva.
Sonia es una mujer maravillosa. Con el paso de los años nuestras mentes han sincronizado de tal forma que aún sin hablarnos nos compenetramos. Ella sabe lo que me gusta y sin decirlo lo realiza, lo fuerza. A ambos nos agrada lo mismo, sin embargo, es ella, quien pone los ingredientes necesarios para conseguirlo. Nuestros viajes turísticos son, en consecuencia, una mezcla irracional de belleza, erotismo, lujo, provocación, incitación y lujuria, un coctel explosivo que pocas veces falla. En ello influye una adecuada planificación, un estar al día de la evolución hotelera y un estudio detallado de lo que cada lugar puede dar de si. Hay veces, no obstante, que este encaje de bolillos, este castillo de naipes, se desmorona y lo que, en un principio, consideramos excelente, luego le realidad lo convierte el algo vulgar e inadecuado a nuestros gustos.
Marenco era, en opinión de quienes lo conocían, un lugar privilegiado de la naturaleza. Construido sobre el borde Norte del Parque Nacional de Corcovado, volcado hacia el Pacífico e inserto en el extremo de un bosque primario, presentaba todos los ingredientes para poder pasar en él un largo y agradable fin de semana. Sonia solicito la reserva con meses de antelación, preparo el viaje con esmero y ambos imaginamos lo que haríamos en aquel paraje alejado de la civilización, al que solo podía accederse por barca.
La cabina asignada debió ser magnífica en su inauguración, pero tras 10 años de uso, abuso y escaso mantenimiento, tenía ahora un aire destartalado, de total abandono; solo la paradisíaca visión del bosque y el mar, a través de la malla metálica que hacía las veces de cristal, daba al recinto un cierto sabor tropical. Dos camas matrimoniales, una mesa y un servicio sanitario, indigno de un hotel de tal categoría, completaban un cuadro surrealista en el que chocaba la belleza de lo exterior con la pobreza y el mal gusto del interior. Si el viaje, por una carretera descarnada y con múltiples deslizamientos, había sido horroroso, la visión de la cabina no aporto nada a mejorar nuestro estado de ánimo. Hacía calor, sudábamos, estábamos sucios y cansados
La ducha, en otros tiempos cargada de tipismo, consistía en un tubo metálico del que surgía un potente chorro de agua incontrolado. Nos desnudamos, bajo la atenta mirada del paisaje agreste que nos rodeaba, deshicimos la bolsa de viaje y Sonia se metió en el baño. Oí el golpeteo del agua, escuche sus peticiones y sugerencias, la vi aparecer, como siempre, con la toalla arrollada a modo de turbante sobre la cabeza, y así desnudita salio al porche a sentir sobre su piel el aire caliente de la tarde, sabiendo que nadie osaría profanar su intimidad. Entre en la ducha mientras ella seguía recibiendo las caricias del sol, ordenaba la ropa, lucia al mundo su belleza morena. Al yo salir y ella sustituirme para terminar su aseo, me encontré, de repente, con la mirada atenta de dos jovencitos que, desde la puerta, contemplaban absortos todo cuanto allí ocurría. "Quieren algo, dijeron ante mi sorpresa.", "Nada, gracias" respondí, procurando que la toalla anudada a mi cintura no cayera violentamente. "Pueden retirarse". No sabía cuanto tiempo llevaban allí pero estaba seguro que nos habían visto desnudos y que se habían excitado mucho más viéndola a ella que a mí.
Frescos y nerviosos por la inesperada aparición, caímos en la cama. La luz entraba a raudales y nuestros cuerpos se entremezclaron con fuerza. ¡Cuanto tiempo sin hacer el amor, sin gozar de nuestros sentidos! Fue una ceremonia larga, a veces apacible, a veces agresiva. Mis manos buscaban sus pechos, su sexo, su clítoris, su culito. Mis dedos se perdían en su boca, en su vagina. Sus labios se fundían con mi pene. Nos acoplábamos y desacoplábamos contemplados por un cielo azul, por una vegetación exuberante. Nos sentíamos libres, contentos. Por momentos creí ver la sombra de quienes momentos antes vigilaban nuestra puerta. Los imagine contemplar, ahora, como gozábamos, como llevábamos hasta el límite el placer sexual. Explote en su interior y caí rendido a su lado. Siguió su boca en mi sexo queriéndolo reavivar, absorbiendo de él las últimas gotas de semen. Volví a acariciarla. Busque su mano y, junto a la mía, se hundieron en su vagina. Ambas acariciaban, se juntaban, penetraban. Ambas querían conseguir, de nuevo, que su cuerpo vibrara, se inundara. Quedamos rendidos en la cama cuando el sol iniciaba su descenso sobre el horizonte, cuando el cielo cambiaba su tonalidad azul por la rojiza del atardecer.
Fue el momento hermoso preámbulo de una desilusión. En el bar no había hielo, ni tónicas, ni limones ni nada. La cena se servia, obligatoriamente, a las seis y había que alquilar linternas para circular por el recinto hotelero, pues la corriente producida por un generador portátil, se cortaba a las 8, por último las excursiones del próximo día se habían planificado para un grupo de turistas cuyo único deseo era el de no andar, justo lo contrario que nosotros, que anhelábamos hacer un recorrido de 20 kilómetros hasta llegar a Playa Llorona, en pleno corazón de la Península de Osa. Tras discutir con el gerente, explicándole las condiciones del paquete turístico adquirido en San José, negarnos a abonar el impuesto por el uso de las linternas y comer un desabrido plato de arroz con carne, conseguimos que nos adjudicaran un guía
A la luz de una vela, sin hielo, sin limón y medio desnudos nos sentamos en el porche a disfrutar de la quietud de la noche, del ambiente, de nuestro amor. La luna iluminaba el cielo recortando las copas de los árboles y cientos de luciérnagas aparecían y desaparecían intermitentemente. La poca ropa que nos cubría cayo a nuestros pies, sentimos el frescor de la noche, el gusto de lo imprevisto. Oímos el murmullo de las aves, el ruido agudo del bosque animado. Una grata excitación nos envolvió. De nuevo el placer cambiaba los malos presagios anteriores por la incierta aventura del futuro. La cama nos tomo de nuevo y sobre ella nuestros cuerpos volvieron a poseerse. Ninguna entrada era prohibida, ningún deseo insatisfecho. Nos amamos sobre el lecho, de pie en el porche ofreciéndole a la luna nuestros gritos de placer, nuestros sexos vibrantes. Al amparo de ella nos dormimos empapados de semen, de sudor, de deseo.

Consuelo, la guía asignada, tenía 25 años y había ascendido de pinche de cocina a "mesera", para pasar, por último, tras un año de estudios en San José, a guía ecológica. Morena, alta, de pelo negro rizado, sin apenas pecho, era la encargada de los itinerarios largos, y aunque, según nos dijo, hacía más de 40 días que no transitaba por aquella ruta interior no tendría ningún problema en orientarse, en especial en la última parte del camino cubierta por un deslizamiento reciente. Discreta, silenciosa y rápida, no tenía otra preocupación que la posible aparición de manadas de cerdos salvajes que, en su huida descontrolada, pudieran arrollarnos. En mi fuero interno estaba convencido de que no encontraríamos ni cerdos ni dantas ni serpientes ni nada.
Los primeros kilómetros discurrieron por el litoral marino, alternándose suelos de arena y roca en proporciones similares. Luego el camino entro zona de quebradas con constantes subidas y bajadas, ríos de montaña y alternancia de bosques primarios y secundarios. La excursión era preciosa. El cielo azul se filtraba entre las copas de las enormes secuoyas y cientos de plantas arborescentes mostraban gigantescas raíces colgantes. El suelo, típico de la alteración meteórica, lo formaban arcillas rojas muy plásticas y resbaladizas. El calor, en cuanto debíamos afrontar tramos de subida, hacia que nuestras frentes se perlaran de sudor y nuestras camisetas se empaparan por completo. Me caí varias veces, mis manos se llenaros de sangre y espinas y mis pantalones, al igual que mis zapatillas, tomaron el color rojizo del terreno. Dos horas y media después de transitar entre árboles y ríos, de descender, a pelo, sobre el talud suelto del deslizamiento, llegamos a Playa Llorona, una extensión de 17 Km. de arena blanca sobre la que morían infinidad de olas. En su extremo septentrional negras formaciones de rocas volcánicas conformaban una pequeña calita que, a través de un arco natural, daba paso a la gran playa de Corcovado. Por indicación de Consuelo fuimos hacia ella, a disfrutar de una gran caída de agua que, desde la parte alta de la montaña, se precipitaba sobre la playa. Era el punto último de la excursión. Debido a nuestro ritmo de marcha habíamos hecho el trayecto total en la mitad del tiempo normalmente utilizado y teníamos, en consecuencia, toda la mañana para disfrutarla. Dejamos las mochilas a la sombra y nos dirigimos a la cascada
** “Sonia se despojo de la camisa y del pantalón y entro bajo el chorro cristalino. Vi como el agua envolvía su cuerpo, como alzaba los brazos intentando contener su fuerza de caída, como abría y cerraba las manos, como, con total desinhibición, se desprendía de la parte superior de su bañador para que el agua enfriara sus pechos, endureciera sus pezones. Vi como, con igual desparpajo, se despojaba por completo del mismo ofreciendo su cuerpo desnudo al envite del agua. "No te preocupes Consuelo, dijo dirigiéndose a la guía, somos nudistas y no nos importa bañarnos así, ni que nos vean."Consuelo, empapada de sudor, contemplaba incrédula la escena dejando traslucir un rictus de envidia en su mirada. Yo la observaba queriendo adivinar si se desnudaría o no, si, al igual que Sonia, ofrecería su cuerpo desnudo a la cascada. Sonia seguía bajo el agua, espléndida, excitante. "Vamos José Luis, ven". No lo dude. Me desprendí del bañador y entre bajo el chorro. Sentí el agua dulce en mi piel, en mi boca, en mis manos. La note descender por mi pecho, mis piernas, mi sexo. Vi a Consuelo indecisa mirándonos. Supe que seria incapaz de desnudarse, de refrescarse, de eliminar de si el polvo y el sudor del camino. Nos daba lo mismo. Éramos felices. Salimos de la cascada y fuimos hacia el mar. El agua salada del Pacífico nos acogió. Sentí sus pezones en mi pecho, acaricie, bajo el agua, su culito, excite su clítoris, hundí mis dedos en su vagina, note la presión de su mano en mi pene y así continuamos hasta que uno y otro alcanzamos el orgasmo.
Al salir Consuelo había preparado el almuerzo y una vez secos y vestidos la acompañamos a comer. En sus pupilas aun bailaban nuestros cuerpos y en su mente la duda de no haber hecho ella lo mismo.” **
Si todo hubiera sucedido así habría sido magnifico, pero Marenco estaba maldito y el baño en la playa fue simplemente eso, un baño rápido y recatado, sin desnudos, ni provocaciones, ni sexo. Regresamos, pese a todo, contentos y salvo los últimos kilómetros, hechos sobre la rasa litoral inundada por la marea alta, la excursión pudo considerarse como aceptable. Sonia y yo hubiéramos deseado que fuera como la pensamos, como la soñamos, pero no fue posible.
El robo de nuestros billeteros puso la guinda amarga a la jornada. Se creo una situación difícil que nos enfrento al personal del hotel y a los anónimos ladrones acostumbrados a delinquir y a no ser denunciados. El mal trago lo mitigamos con otra noche de placer, de copas nocturnas, ahora ya con hielo, y con la ofrenda repetida de nuestros cuerpos a los dioses de la noche a quienes obsequiamos con nuestro amor sobre el suelo de la terraza, sintiendo en la piel la brisa nocturna y viendo, a nuestro alrededor, el bullir humano de las cabinas del entorno.
Un mal desayuno y el retraso en la salida de la lancha, nos permitió recorrer las calitas arenosas que circundaban la zona de embarque. Estábamos solos y nuestros deseos se hicieron entonces realidad. Paseamos desnudos por la playa, nos fotografiamos, gozamos de nuestros cuerpos, fuimos felices.
"No queremos mas "ticos" en Marenco", dijo el encargado de la cocina, al despedirnos. Efectivamente, haríamos lo posible por que nadie volviera allí. Sin duda el Parque Nacional de Corcovado, tenía un encanto especial, pero aquel hotel, bueno o muy bueno en su tiempo, había sido una completa desilusión, un lunar en nuestro turismo erótico-ecológico, algo a olvidar, o mas bien, algo a superar. Salimos para no volver, pero nos quedo la impronta del regreso, la idea de gozar, algún día, de lo que no pudimos gozar: desayunar gallo pinto con huevos, tomar gin-tónica fríos con limón, bañarnos desnudos en compañía de Consuelo, amarnos a la luz de la luna. Marenco había sido un error, un error elegido con premeditación, un error costoso, un error que debería, a la larga, dar pie a un viaje maravilloso, uno más de los muchos que habíamos hecho y de los muchos que aun nos quedaban por hacer.

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