martes, 26 de julio de 2011

UN BAÑO NOCTURNO

Por muy observador que se sea, por mucho que se crean conocer las reacciones de quienes nos rodean, siempre vivimos inmersos en un mundo de sorpresas, en un planeta móvil y cambiante que presenta, ante nuestros ojos, un universo en constate evolución. Los lugares se transforman con el paso de los días, las situaciones varían en segundos, condicionadas por el tiempo, el lugar o el clima y las personas, oh¡ las personas, estas no solo cambian sino que son impredecibles, mutantes, imposibles de entender.
Cuando vi por primera vez a Mariquita me pareció una mujer, mejor dicho, una jovencita callada, recatada en exceso, poco maliciosa, inserta en una problemática, para ella difícil y para mi desconocida. Hablaba con moderación, bebía pausadamente, sonreía con un rictus impersonal y lejano. Era un ser que no quería reflejar su interior, alguien que sabía mucho mas de mi que yo de ella. Era la amiga predilecta de Sonia, su confidente, su compañera de estudios. Fue un encuentro corto. “Nos veremos en La Fortuna " dijo al despedirse. Creo que en su fuero interno estaba convencida de que no iríamos, que tendríamos tanto que hacer que nos olvidaríamos del cantón de San Carlos y que su ofrecimiento se pospondría hasta mi próximo viaje, sin que por ello se enfriara su amistad o se resintiera su orgullo.
Se confundió. Pese a una leve oposición por mi parte, que recordaba La Fortuna como un lugar de paso en el que había que hacer extrañas maniobras para entrar y para salir, que casi siempre estaba cubierto de nieblas y que se extendía a escasos kilómetros del volcán Arenal, el 27 de Diciembre salimos hacía allí con la ilusión de pasar parte de la semana que va desde Navidad a Fin de Año. Siguiendo sus consejos alteramos el trayecto Naranjo-San Carlos-La Fortuna, por otro, en su opinión mas rápido y de mejor carretera, que discurría por San Ramón-Tigre y Piedras Blancas. Hasta San Ramón circulamos por la Panamericana, contemplando el verdor y la uniformidad de los extensos cafetales de la provincia de Grecia y los incipientes penachos floridos de las plantaciones de caña. Desde allí la carretera perdió anchura y de adentro en las estribaciones mas boscosas de la Meseta Central. Viajábamos sin prisa.
Como por encanto, una nube de algodón surgió de la profundidad del valle y el recorrido se convirtió en un viaje fantasmagórico. Había que sortear baches, adivinar el sentido de las curvas y evitar posibles colisiones, no ya con otros vehículos, apenas existentes, sino contra grupos de vacas que, sin previo aviso, surgían y desaparecían entre la niebla en busca de mejores pastos. Sonia redujo la velocidad y se dedicó circunvalar, a ritmo lento, los eventuales obstáculos que el azar pudiera interponer en nuestro camino.
En silencio disfrutábamos con aquel paisaje de bosque encantado, con la visión fugaz de los lugareños asentados en las márgenes de la carretera, con la lluvia suave que empañaba los cristales. Sonia movía el volante con una mano y con la otra me acariciaba la rodilla. Pese a la inclemencia climática exterior, vestíamos como para ir a la playa. Yo, con pantalón corto y camisa, ella con un suéter rojo de tirantes, que dejaba entrever parte de sus pechos, resaltando, de paso, sus pezones endurecidos por el frío y una lycra azul que se ceñía a sus muslos y a su culito, como un guante. Sabía que por debajo no llevaba nada y eso, como siempre, me excitaba. Su mano ascendió por mi pierna y sus dedos se perdieron bajo el pantalón atrapando mi sexo dormido. Lentamente fue creciendo hasta rebasar los límites del tejido que lo cubría. Sonia conducía y acariciaba mi pene, mis testículos. Sentí en ellos sus uñas, la presión de su palma. Íbamos muy despacio. Solté su cinturón de seguridad y hundí mi mano bajo su lycra. Su sexo rebosaba humedad. Ambos nos estábamos masturbando envueltos en una intimidad blanca, brumosa, excitante. Jugueteé con su clítoris, introduje mis dedos en su vagina, la oí susurrar, gritar de placer. Abandono, momentáneamente, mi sexo y se levanto el suéter hasta el cuello dejando libres sus pechos para mi deleite y para el de quienes cruzasen a nuestro lado y tuvieran la suerte de dirigir su mirada hacia el coche. Ella se acariciaba las tetas y yo le friccionaba el sexo. Grito al sentir una serie de orgasmos continuados y al contemplar, con placer, que algunos de quienes se cruzaban con nosotros, se extasiaban ante la contemplación de sus pechos desnudos. Luego se centró en mí y humedeciendo mi pene con parte de sus jugos vaginales hizo que de él surgiera un chorro de semen que restregó sobre mis piernas. Olíamos a sexo, a lujuria. Nos tranquilizamos y continuamos entre brumas, bajo una llovizna fina e insistente, hacia La Fortuna, lugar último de nuestro recorrido
“Deberíamos lavarnos ", dijo, "Olemos mucho”. No lo hicimos y así llegamos a casa de Mariquita. No nos esperaba y alguien de su familia fue a buscarla. Daba la impresión de no saber que hacer con nosotros. "¿Queréis ir al lago?, ¿A montar a caballo?, ¿A bañaros a las termas?”.Eran ideas sin concretar, opiniones dadas para que fuéramos nosotros quienes eligiéramos. " Hay mucho tiempo " dijo Sonia," Iremos a todos los sitios”.
Cruzamos el lago, bajo una pertinaz lluvia tropical, en dos lentos pedalones, recorrimos a caballo un bosque primario, fuimos por caminos de montaña, observamos el cielo gris tapizado por los árboles, hicimos fotos, nos mojamos, nos ensuciamos de barro. Al final uno de los caballos se negó a seguir y Mariquita terminó la excursión medio andando y medio a la grupa del caballo de Sonia.
Estaba oscureciendo. Mariquita propuso ir a las termas de Tabacón. La primera, la mejor y la más espaciosa, estaba abarrotada de gente. " Vámonos, dije, aquí no hay quien se quede."." No, respondió nuestra anfitriona, al lado hay otra mas rústica y menos concurrida.". En aquellos momentos la noche había caído por completo y la lluvia no era el típico "pelo de gato" costarricense sino un violento aguacero. Descendimos hacia un rellano del río y en un barracón cochambroso, húmedo y resbaladizo nos cambiamos de ropa.
El ambiente tenía una connotación extraña. Notaba la lluvia sobre mi espalda , el frío de la noche, los vapores del agua termal, el tapiz verde y brillante del césped, el brillo opaco de los focos de iluminación.. Dejamos la ropa a la intemperie y nos introducimos en el agua. Sentí el calor del termalismo y en el me guarecí. La enorme pradera de la margen derecha reflejaba el parpadeo lejano de los reflectores. Sobre el agua, quieta y humeante, se veían o imaginaban cabezas de bañistas que, como nosotros, se deleitaban con el baño cálido proveniente de las entrañas de la tierra. Grupos de personas se distribuían inmóviles sobre una extensión de unos 20 metros cuadrados siendo imposible distinguir el color, la forma y la naturaleza de los mismos. Sonia y Mariquita hablaban, yo contemplaba ensimismado la escena: el río humeante, el deambular borroso de la gente sobre el césped, cabezas humanas, como piedras móviles, emergiendo del agua, el chapoteó constante de una cascada, la lluvia atravesada por la luz de los reflectores.

“Acércate, dijo Sonia." y arrastrando mi cuerpo sobre el fondo me reuní con ellas. Vi sus caras sudorosas, su pelo mojado sobre el rostro, sus ojos brillantes, pequeñas gotas de agua deslizándose por los pómulos, cayendo por la nariz. "Esto es buenísimo para la piel, dijo Mariquita, y además dicen que excita la libido." .No estaba de acuerdo. En mi opinión no era el agua caliente la causa de la excitación, era la noche, el frescor del campo, las luces lejanas y perdidas, la sensación viva de soledad compartida. Eran hechos aislados que amalgamados ayudaban a la desinhibición, creando a la vez un ambiente único para la confidencias, para lo prohibido. Nos desplazamos a la zona de la cascada y allí, al arrullo del agua, volvimos hablar del aislamiento, del hecho de estar solos y rodeados de gente. Podríamos hacer lo que quisiéramos sin que nadie se enojara, enfadara o nos criticara. Por delante una pareja se fundía en un interminable abrazo, a nuestra espalda un par de homosexuales aprovechaban el calor y la quietud de la noche para el desahogo de sus instintos. Por una de esas conexiones astrales que unen las mentes, en aquel momento todos pensamos en lo mismo: desnudarnos. Fue Sonia quien en un desesperado intento de alcanzarlo empezó hablar de las playas nudistas españolas, del goce de sentir el sol sobre la piel, de andar desnudos entre la gente. Tuve la intención de despojarme de mi bañador y vi, en los ojos de Sonia y Mariquita, el mismo deseo, pero, por alguna extraña razón, nadie lo hizo. Nos mantuvimos aun un rato en el agua, hablamos del placer, del deseo de lo prohibido, pero el momento mágico de vivir un desnudo compartido en las aguas termales de Tabacón, había pasado.
Salimos. Íbamos calientes y la lluvia arreciaba sobre nuestras cabezas. Sonia, indiferente hacia los grupos que nos rodeaban, dijo: "Cambiémonos aquí, es mas rápido.". Fue ella la primera que se despojó de la parte superior del bañador, la primera que dejo al aire sus pechos, la que mientras se secaba, comentaba en inglés, con un turista, la agradable temperatura del agua. Yo quería ver la reacción de Mariquita. Pensé que su pudor, su aparente apocamiento, le impediría desnudarse. No fue así. Con una torpe rapidez de movimientos se bajo el bañador. Sus pechitos, sus pezones contraídos por el frío, quedaron ante mis ojos. Fue una visión fugaz, casi soñada. Me quite el mío y, en apenas segundos, me vestí. Sonia totalmente desnuda intentaba enfundarse en la lycra. Sus negros pezones bailaban, sin pudor, ante la atenta mirada de un curioso lejano.
Mariquita, mas recatada, dudaba si quitarse, o no, del todo. Al final lo hizo y una mata de pelo púbico surgió, negro y potente, entre sus piernas. Con la incapacidad que produce la necesidad de cubrirse y vestirse a la vez, hizo mil operaciones encaminadas a evitar la mirada del curioso, mostrándome a mi, en contra, todo el esplendor de su cuerpo.
Vestidos, mojados y nerviosos salimos de las termas hacia La Fortuna. De nuevo la charla oculto el conjunto de sentimientos que nos embargaban. Sonia y yo llegamos a nuestra cabaña y sin pasar por la ducha caímos abrazados en la cama. Fue un acto de amor violento, deseado, querido. Nos duchamos y, como tantas otras veces y en otros tantos lugares, nos pusimos dos copas. Estábamos solos, desnudos, tranquilos, felices.
Allí empecé a saber más de Mariquita, de sus luchas familiares, de sus crisis, de sus estudios. Supe de su amistad con Sonia, de su mutua ayuda y comprensión. Supe de su ofrecimiento a llevar una de nuestras fotos de desnudos para que la imprimieran en unas camisetas. Supe que conocía la existencia del albun con nuestros más eróticos recuerdos, de la serie de escritos sobre nuestras fantasías. Tuve la impresión de que pronto vería las fotos y leería los relatos.
Fue curioso, cuando la vi por primera vez pensé que reaccionaria de forma diferente y ahora estaba convencido de lo contrario. Si Sonia, en un momento dado de la noche, hubiera propuesto el bañarnos desnudos, ella habría dicho que si. Que si algún día le quería enseñar las fotos o los cuentos, ella estaría encantada con verlas y leerlos y que si, con los meses, le proponía ir a una playa nudista, no mostraría ninguna extrañeza. Fue algo que aquella noche intuí y de lo que ahora tengo la más absoluta certeza.
Salimos a cenar. Nos esperaba con su primo y una amiga de este, en uno de los múltiples restaurantes de La Fortuna. Adriana era su antítesis. Grande, habladora, con enormes pechos. Nos contó su vida, su trabajo, sus ilusiones. Se reía, bebía, comía. Me desconcentré. Eran opuestas. La locuacidad de una se contraponía al silencio de la otra. Lo aparentemente frívolo y mundano de Adriana chocaba frontalmente con el recato y el pudor de Mariquita; sin embargo en mi aun flotaba su figura descompuesta intentando taparse el culito mientras dejaba al descubierto sus pechos, aun recordaba sus ideas sobre la sexualidad y sobre todo el brillo de sus ojos cuando Sonia hablaba de las playas nudistas. Fue, como dije, un momento perdido. Aquel baño nocturno había traído a nuestras mentes la idea de lo prohibido, el deseo de desnudarnos sabiéndonos rodeados de gente aun teniendo la certeza de que nadie, ni nosotros mismos, vería nuestros cuerpos. Los tres, Mariquita, Sonia y yo, tuvimos el mismo deseo, y los tres lo reprimimos.
Tal vez nunca vuelva a surgir una noche mágica como aquella en la que se conjugaron la lluvia, el vapor, la luz y la escasez de gente; tal vez nunca volvamos a vivir un momento similar, pero si lo viviéramos, si otra vez nos recreásemos en un baño nocturno como el de aquel día, los tres nos despojaríamos de nuestros bañadores y gozaríamos desnudos del calor de las agua. Mas aun, tras haber leído estas impresiones transcritas, casi literalmente, de lo que entonces decían nuestras mentes y que, por desgracia, nuestros cuerpos fueron incapaces de realizar.

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