domingo, 21 de agosto de 2011

LA NOCHE DE SAN JUAN

Aterricé en Madrid el 12 de Junio, un domingo caluroso en el que los españoles, y el resto de los ciudadanos de la Unión Europea, votaban para elegir a sus futuros eurodiputados. Tras casi 20 horas de vuelo, hambrienta, dolorida y sucia, aun tuve que recorrer 445 Km. en automóvil para poder llegar a Oviedo y allí ducharme, comer y descansar hasta que el cuerpo me dijera basta.
Tal vez mi reloj biológico sufrió el abusivo cambio de 8 horas, o el stress acumulado de los últimos meses hizo su aparición de repente, pero la cruda realidad fue que durante la primera semana un cansancio total me embargo. Caía rendida en la cama, me levantaba tarde, dormía siestas maratonianas y pese a todo, no reaccionaba.
El sol, que surgió con la entrada del verano, mis largas sesiones de amor y el deseo incontrolado de vivir situaciones excitantes, hizo milagros en mi organismo. El viernes 24, cuando José Luis salió a las 7 de la mañana a su oficina, murmurándome al oído:"Te llamaré cuando salga, para poder desayunar juntos". Una sensación de bienestar me invadió. Me acurruqué entre las sábanas, agradeciendo a la vida aquellas dos horas extras de vagueo y viendo, por fin, un cielo completamente azul. Instintivamente mis manos acariciaron mis pechos, descendieron hacía el sexo, aun seco y cerrado, para friccionarlo lentamente y sentirlo húmedo, suave, llevándome a un estado de relajación total. Frote mi clítoris, introduje mis dedos en la vagina, los hundí en mi culito, me masturbé desnuda y sola sobre la cama, viéndome reflejada en los cristales opacos de la ventana; luego, un sopor inconsciente se apoderó de mi.
El timbre del teléfono me devolvió a la realidad. Habían pasado dos horas y yo seguía tumbada ajena a todo lo que me rodeaba. Me levante y empecé hablar con José Luis. Sin motivo aparente, una extraña sensación recorrió mi columna, sentía como si se me crisparan los pelos de la nuca. Estaba de pie, desnuda, con el auricular en mi oreja y con un largo pasillo a mi espalda. La casa estaba vacía y no obstante, tenía la sensación de ser observada, notaba como si unos ojos recorrieran mi cuerpo saltando desde los hombros a las nalgas, descendieran por mis piernas, escudriñaran mi culito, se recreasen en mi piel. Era una experiencia nueva y placentera que esponjaba mis carnes. Nadie podía verme pero tenía la certeza de ser observada.
"Hola Sonita, vengo a desayunar con vosotros", oí decir a Manolo desde algún lugar de la casa. Colgué bruscamente, me puse un albornoz y salí a saludarle. Tuve la seguridad que me había visto y que, durante muchos minutos, había gozado con mi cuerpo. Ahora, mientras preparaba el café, percibía como el albornoz, excesivamente grande para mi tamaño, se desplazaba sobre mi, insinuando, sino mostrando veladamente, puntos íntimos de mi anatomía. Estaba feliz. Si él antes me había visto desnuda sin que yo lo supiera, ahora yo, con la misma impunidad, podía exhibirme cubierta exclusivamente por un ropaje con grandes aperturas frontales a través de las cuales se escapaban, sin querer, mis piernas hasta límites inverosímiles y con mangas tan amplias que, cada vez que levantaba los brazos, mis pechitos aparecían, como un regalo del cielo, al final del hueco de las mismas.
Llego José Luis, desayunamos y se marcharon dejándome nerviosa y excitada. El buen tiempo me animo a trasladar mi mesa de trabajo a la terraza, y sobre ella y varias sillas, distribuí apuntes, fotocopias, libros y mapas, tenía todo el tiempo del mundo por delante y la seguridad de que nadie me molestaría. A la 1 p.m. el sol caía de plano haciéndome imposible, no solo la concentración sino la simple lectura. Recogí el material didáctico, me puse un bikini, me embadurne de crema y me tendí. Estaba en España, sola y sobre una terraza que, por su ubicación, era difícil que pudiera ser observada. Me despoje de la parte superior del bañador y sentí la gratificante sensación del sol sobre el pecho y los pezones. Me adormilé con la inquietud de que, de nuevo, pudiera aparecer Manolo y que ahora, por mi situación, nada evitara que me viera medio desnuda. No llego. Si lo hizo José Luis que tras ponerse un bañador sirvió un aperitivo y descorchó una botella de vino rosado frío.
El sentirme acompañada, el vino y el calor me hicieron desinhibirme por completo. Si al principio me cubría los pechos cada vez que me levantaba, evitando posibles miradas indiscretas, ahora ese pudor se convirtió en morbo. Me ponía de pie, salía a la cocina a por comida o servilletas, paseaba libremente. Estaba convencida de ser admirada por alguno de los vecinos que tenían vista sobre la terraza y tal seguridad me excitaba. Mi cuerpo estaba caliente y nervioso, razón por la cual la comida se transformo en una escena de amor campestre sobre el suelo. Casi sin quererlo él y yo quedamos "chinguitos" sobre las toallas y al amparo del buen sol me poseyó. Goce como una loca intentando ver si alguien contemplaba nuestros cuerpos entrelazados, follando y follando para nuestra satisfacción y la suya.

Por la tarde, las nubes, típicas de la cornisa cantábrica, cubrieron el sol. No puede hablarse de la clásica calima propia de los climas continentales, sino del bochorno dominante en el trópico durante la estación seca. Me vestí, en consecuencia, como allí y salimos de compras Ni debajo de la camiseta, ni de la falda, llevaba nada, iba, como a los dos nos gustaba, "chinguita" por dentro. Oviedo era un bullicioso enjambre consumista que se volcaba, aquel primer día de autentico calor, sobre el comercio, con ánimo de adquirir su vestuario de verano. En las tiendas la gente entraba, revolvía las existencias, se las probaba, discutía, solicitaba tallas mas grandes o mas pequeña, eran auténticos zocos en donde solo interesaba comprar lo mejor al menor precio posible. Yo necesitaba zapatos, los que llevaba no encajaban ni con mi atuendo ni con la moda estival. Fuimos, primero, a unos grandes almacenes en los que una atenta y atareadísima dependiente no encontró nada que fuera de mi agrado. Luego a una tienda de moda juvenil en la que se luchaba a brazo partido por cada prenda y en donde el personal se desentendía por completo de los clientes. Por último, bajo la presión de José Luis, terminamos en una de las mejores zapaterías de Oviedo. En ella, el aire acondicionado, la escasez de compradores y el trato exquisito, eran signos inequívocos de variedad, calidad y alto precio. Tras solicitar diferentes modelos me senté y agradecí el ambiente fresco y la música relajante del local.
De verdad que no lo hice a propósito, que fue algo inconsciente fruto de la mañana, del calor y del momento. Sin desearlo me encontré sentada ante un joven que, a mis pies, se esforzaba en realzar la comodidad y belleza de los modelos. Solo cuando mire a José Luis y vi su sonrisa burlona empecé a darme cuente de lo que sucedía. No me acordaba que por debajo iba completamente desnuda y que la falda, cada vez que me probaba algo, ascendía ligeramente sobre mis muslos. Sentí un aire frío entre las piernas y asumí que mi sexo, sin nada que lo cubriera, era fácilmente visible desde la posición del dependiente. Hasta entonces desconocía si se había percatado o no del hecho, pero ahora empezaba a estar excitada y quería asombrarlo. Fue un juego erótico y perverso. Me hice probar un montón de zapatos, estire las piernas, mostré mis pies preguntando por el aspecto que cada uno le daban, abrí y cerré los muslos, me baje, y se subió, repetidamente la falda, al final tuve la certeza que él estaba contemplando mi sexo a placer, que José Luis lo sabia, que ambos nos excitábamos por el hecho y que el pobre muchachito era incapaz de reaccionar. Compramos un par bastante caro y salimos ante su incrédula sonrisa.
Íbamos muy alegres cuando entramos en el Truli. Tras la segunda copa, era ya tal el número de canapés que Francisco nos había servido, que decidimos suprimir la cena. Fuimos hacia el Oviedo antiguo donde, en la Plaza de la Catedral, se iniciaba la fiesta de San Juan con una enorme hoguera y la actuación de grupos folclóricos de las comarcas occidentales del Principado. El fulgor de las brasas, el relente de la noche y el paseo por las calles de la vieja Vetusta, apaciguaron nuestros ánimos y templaron nuestras mentes. De madrugada decidimos regresar al barrio, en él que, en contraposición con lo visto, la quietud era total. Calles y bares vacíos, pocos taxis, casi ningún paseante. La casa era un horno y nosotros ardíamos. "Cámbiate de ropa", dije mientras me despojaba del niqui y de la falda y los sustituía por una amplia camisa, que ni siquiera abotoné, y un pareo hindú con grandes aperturas laterales. Salimos de nuevo. Tuve una sensación de frío y placer al sentir el aire sobre mis pechos y los dedos de José Luis jugueteando con mis pezones. Nuestro descaro no tenía límites. Note su mano descender por mi espalda, llegar al borde de la falda, levantarla hasta la cintura. Mi culito quedo al aire y la emocionó de que pudiera ser visto por cualquier paseante nocturno, se convirtió en placer. Quería más. Deseaba acariciar, ver, absorber su pene. Empujándole contra una pared le baje los pantalones y me lance contra su sexo erecto. Lo sentí caliente en mi boca. Tenía los pechos fuera de la blusa, mi culito libre y mi garganta inundada de carne. Oí un coche a mi espalda y un espasmo me recorrió. Mi vagina se humedeció y desee, en vano, que alguien pasase, me viera y me envidiara. Vámonos, dijo, alzándome y cambiando en mi boca su sexo por su lengua.
Entramos en un bar. Tras la barra una jovencísima camarera charlaba con un apático y medio adormilado cliente. Fuimos a la parte alta y pedimos dos ginebras con tónica. Estábamos solos. Cuando la chica se fue saque, de nuevo, los pechos de la blusa y los labios de José Luis cayeron sobre ellos. Su mano se perdió entre mis piernas y mis líquidos vaginales volvieron a fluir copiosamente. Estaba excitadísima. Fui sobre su pene y lo chupe con deleite. Lo sentí crecer, pase mi lengua por sus pliegues, note sus palpitaciones. "Sigue, sigue."murmuro cuando mis dedos se perdieron en su culito y la tensión de poder ser sorprendidos se apodero de nosotros. "Levántate", dijo al tiempo que me volteaba inclinándome sobre la mesa. La falda se arremolinó en mi cintura y su sexo murió en la profundidad de mi vagina. Estaba muy mojada. Allí, en un bar de Oviedo, hacíamos el amor medio desnudos, sabedores del enorme riesgo que corríamos. Me termino de quitar la camisa, me acaricio los pechos, sentí en mi interior el ir y venir de su pene. No se cuanto tiempo nos mantuvimos así, se que en un momento determinado aquel sexo se derramo llenándome de semen. Tuve que morderme las manos para no gritar.
Caímos rendidos. Mis pechos al aire, mi coño abierto y palpitante, su pene flácido y mojado, las dos copas intactas.
Bebimos un trago, arrojamos el resto en unos tiestos de adorno y nos marchamos. Otra vez la noche volvió acariciar mis tetas y otra vez su mano juguetona dejo mi culito al descubierto para goce y relajo de los pocos taxistas que circulaban por la calle. El cansancio nos había hecho ya mella.
Que pena de copas, pensaba en la cama, esperando que el sueño acallase mi mente. Acariciaba su pene dormido e introducía mis dedos en mi coño intentando extraer de él los últimos suspiros de placer. Roce mi clítoris y con esa sensación de paz y bienestar me dormí. Era la noche del 24 de Junio, la noche de San Juan, la noche en la que se quema en la hoguera todo lo viejo del invierno, la noche con la que se inicia el verano, mi noche de sexo ardiente y desenfrenado.

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