domingo, 16 de enero de 2011

LAS ARDILLAS, HEALTH SPA

Sin duda la culpa fue del Fenómeno del Niño. Era ilógico que, a principios de diciembre, siguiese lloviendo, soplase un viento endiablado y los cielos estuviesen siempre encapotados. Otros años, para estas mismas fechas, los Alisios habían barrido las nubes y el verano tropical lucía en todo su esplendor. Pese a todo, el próximo fin de semana habíamos decidido salir de San José.
Lo que al principio parecía fácil, se fue complicando por momentos. Incomprensiblemente todos los hoteles, albergues y cabañas del entorno capitalino estaban al completo. Los mejores, los más lujuriosos nos daban demoras entre 4 y 5 semanas y los considerados normalitos retrasaban su confirmación hasta el mismo día de llegada. Fuimos reduciendo el círculo hasta acabar eligiendo un establecimiento en San José de la Montaña, localidad próxima al Volcán Barba, para disfrutar en el unos días de relax. Conocíamos el Hotel Las Ardillas por haberlo visitado con anterioridad y poseer un Health SPA con sauna, jacuzzi, sala de masajes y gimnasio. El gerente, viejo conocido, nos desilusionó diciéndonos que estaba al completo. No obstante la empresa acababa de adquirir una serie de cabañas, “Las Milenas”, próximas al hotel y había alguna disponible. Tendríamos, eso si, los mismos derechos y servicios que los dados en “Las Ardillas”.
El viernes amaneció, como no, lloviendo. Los aledaños del volcán eran una masa brumosa, húmeda y fría, entre la que se adivinaban extensos bosques de eucaliptos y majestuosos árboles centenarios. “Las Milenas” seis pequeñas cabañas diseminadas por un valle, semejaban, desde el exterior, las casitas de Hetel y Gretel, perdidas entre caminos enfangados y enormes acumulaciones de vegetación. La que inicialmente nos asignaron, era todo menos agradable. Carecía de luz, la cama era un colchón sobre el suelo, el servicio sanitario olía fatal y la chimenea estaba obstruida, total, un desexito. Protestamos y nos la cambiaron. Tuve que alegar una vieja dolencia lumbar, una artritis congénita y, sobre todo, nuestra amistad con el gerente, para que nos trasladasen a otra mejor del mismo complejo.
Francamente ganamos con el cambio. Salvo la cobertura vegetal que tapaba la puerta y se introducía por alguno de sus ángulos, el habitáculo era sobrio y agradable. Un gran recinto corrido con una cama matrimonial, muy alta, en su extremo norte y una chimenea a los pies de la misma. Entre ambos una especie de saloncito y una mini cocina. Estaba limpia y, aunque algo húmeda, mas seca que la anterior.
Tras ímprobos esfuerzos logramos encender fuego, acondicionamos la leña húmeda a su alrededor, podamos parte de la vegetación que cubría la puerta y regresamos a la recepción de Las Ardillas para solicitar el servicio de sauna y jacuzzi incluido en el precio del paquete.
Aunque nos habían indicado que el establecimiento estaba al completo, la verdad es que no vimos a nadie. Daba la impresión que éramos los únicos clientes. Debíamos esperar una hora a que el circuito termal adquiriera la temperatura adecuada, ya que solo lo encendían cuando había clientes, así que regresamos a la cabaña a comprobar el tiro de la chimenea y recargarla con leña ya seca.
El SPA se veía poco cuidado. La sauna, grande y con un ventanal hacía la montaña, se adornaba con telarañas en las esquinas y, pese a llevar mas de una hora encendida, estaba solo templada. El jacuzzi mostraba un agua semitransparente y a pesar de la decoración, algo mozárabe, daba la impresión de utilizarse muy poco. El recinto se completaba con dos salas de masaje, unas tumbonas y un área de descanso. Toda la estancia estaba presidida por una enorme chimenea, hoy apagada. El único detalle vivo era un jarrón lleno de calas blancas en uno de los extremos de la pileta.
Entramos en la sauna, nos tumbamos sobre un banco cama de madera y empezamos a sudar. Todos los problemas anteriores de selección y acondicionamiento del lugar fueron lentamente disipándose. Salimos empapados a la ducha y volvimos a comprobar de nuevo la soledad reinante. Éramos los clientes exclusivos así que nos despojamos de los bañadores y regresamos a la sauna. Seguimos sudando y descansando. Tras hora y media de relax, nos acicalamos, apagamos el calefactor, cerramos la puerta y nos fuimos, no sin antes avisar a recepción que tomaríamos otra sesión por la tarde.
La cabaña estaba caldeada, confortable y olía a leña quemada. Entre ese ambiente, una botella de vino blanco que nos metimos entre pecho y espalda y lo ya sudado, la siesta subsiguiente fue de celebración. Nos costó un mundo levantarnos para llegar al jacuzzi a las 7,30, pero lo conseguimos. Realimentamos la chimenea y regresamos al SPA.
El ambiente vespertino era idéntico al de la mañana. No había nadie. Encendimos las luces. El jacuzzi funcionaba perfectamente y su temperatura era la ideal. El agua, como ya comprobamos, con una coloración extraña, tal vez por algún tipo de producto aromático, no era ni traslucida ni transparente pero tampoco podría decirse que estuviese sucia. Al amparo de la soledad nos despojamos de la ropa y, completamente desnudos, nos introdujimos en aquel líquido cálido y burbujeante. La sensación de bienestar fue total. El frío y la oscuridad exterior contrastaban con el vapor y el colorido de la tina. Miraba de refilón a Sonia y veía sus pechitos, sus pezones, surgir y desaparecer entre grandes burbujas. Por debajo, al amparo de la masa de acuosa, se vislumbraba la mata negra de su sexo, sus piernas, sus pies. Nos acariciábamos con los dedos y ambos disfrutábamos de un estado perfecto de relajación. Nadie ni nada nos molestaba.
Surgieron de repente. Es probable que la oscuridad, el vapor, o nuestro estado de relajación, difuminaran momentáneamente sus figuras, pero en un abrir y cerrar de ojos nos dimos cuenta que una pareja de jovencitos nos contemplaba desde el mismo borde del jacuzzi. Rondarían los 30 años, iban cogidos de la mano y el sostenía una bolsa de deportes. Los cuatro nos quedamos mirándonos. Sonia y yo desnudos en el agua, ellos de pie, vestidos e indecisos. Pese a la turbidez del líquido y a la oscuridad reinante, estaba claro que ambos se habían percatado que estábamos sin ropa, más aun, que las tetitas de Sonia estaban al ras del agua y sus negros pezones pasaban más de la mitad del tiempo fuera de la misma. El muchacho, sin duda muy tímido, empezó a investigar el local. La chica, más atrevida, nos pregunto, de golpe, si podían utilizar el jacuzzi. Con nuestro mutuo asentimiento se retiraron a los vestuarios.
Durante los siguientes cinco minutos nos preguntamos si los nuevos usuarios entrarían desnudos en el jacuzzi, o si, por el contrario, lo harían en bañador. A nosotros nos era imposible ponérnoslos, ya que, confiados por lo vivido hasta entonces, los habíamos dejado en la cabaña, así que tendríamos que mantenernos desnuditos, llegasen como llegasen. Aparecieron con amplios y pudorosos bañadores. O eran una pareja de recién casados o un par de amigos no muy íntimos.
Con una sonrisa, mas recatada que atrevida, depositaron sus toallas en uno de los bancos y se introdujeron en el jacuzzi, justo enfrente de nosotros. La conversación, la poca que hubo, tardo en iniciarse. La peculiar situación, ellos vestidos y nosotros desnudos, no daba pie a mucha charla. Eran matrimonio y venían desde Cartago a pasar el fin de semana. Ella hablaba, el miraba constantemente a Sonia, a sus pechitos juguetones y a sus negros pezones siempre fuera del agua. No se que pensarían pero yo, y creo que también Sonia, habíamos pasado de estar nerviosos a sentirnos tranquilos y excitados.
“Que harían aquellos dos viejos desnudos en un jacuzzi público, no les daría vergüenza” pensaría en muchacho, o “Si ellos lo hacen no se porque nosotros no nos hemos metido también “chinguitos”, opinaría la chica recriminando mentalmente la poca decisión de su acompañante. “Que gusto que nos vean o nos intuyan desnudos este par de “carajillos”, seguro que se mueren de envidia por estar como nosotros” razonaba Sonia, o “No se porque esta moza no se ha decidido a despelotarse, con lo buena que está” me lamentaba yo. Todos eran pensamientos callados bajo sonrisas de pudor.
En menos de quince minutos salieron del agua se despidieron, desde lejos, se vistieron y se fueron. Nosotros nos quedamos besamos, tocamos bajo el agua y excitándonos más de lo que ya estábamos. Salimos chorreando, nos enfundamos en sendas camisetas y nos fuimos a la cabaña.
Eramos pura lujuria. Sobre la cama nos excitamos aun más de lo que estábamos contemplando las brasas cambiantes y rojizas. Fue una noche de calor, de risas sobre la situación vivida en el SPA, sobre lo que pudo haber sido y no fue. Sobre el pudor de los jóvenes, sobre nuestra desinhibición. Fue una noche de sexo, de mucho sexo.
Lo que había sido quietud y tranquilidad se trocó en bullicio durante el desayuno matinal. Las mesas del restaurante estaban a tope. Todos eran parejitas jóvenes que apenas si hablaban y comían con excesiva educación, el gallo pinto con huevos, la fruta y el café. Nuestros amigos del jacuzzi llegaron con retraso y nos saludaron en un murmullo. El hotel era, sin duda, una especie de picadero para “un polvo” furtivo de fin de semana. Los tortolitos apenas salían de sus habitaciones, por vergüenza o miedo a que los reconocieran, y eso producía una sensación de vacío. Nosotros no teníamos esos problemas.
Sonia conocía la zona y salimos a recorrer algunos de los senderos de montaña que bordean la falda del volcán. Antes, no obstante, avisamos al recepcionista para que a las 12 nos tuviera preparada la sauna. La caminata fue agotadora. El calor húmedo, las fuertes pendientes y una lluvia fina e intermitente consiguieron que, tras dos horas de marcha, nuestros cuerpos pidiesen a gritos un descanso; ese gratificante relax de una sauna templada.
El SPA era de nuevo nuestro, solo nuestro. No había nadie. El resto de los residentes seguían recluidos en sus refugios de sexo y pecado. Hoy, por fin, la sauna estaba a la temperatura adecuada. Extendimos las toallas sobre la bancada y desnuditos nos tumbamos a sudar. El escaso pudor del primer día se había esfumado, mucho mas después de la experiencia del jacuzzi.
No se cuanto permanecimos tumbados, solo recuerdo que en un momento determinado el silencio se rompió por unas voces lejanas. Al principio me preocupe. En la sala central el encargado y una pareja hablaban sobre las excelencias de la sauna y del jacuzzi. Oí el deambular de los visitantes y las explicaciones del funcionario. Sonia, no se inmutó. Quedamos expectantes ante el hecho que en cualquier momento se abriese la puerta para enseñar, a los nuevos clientes, las excelencias del local. No sucedió. Si, en cambio, pude constatar dos pares de ojos que nos contemplaban a través de la ventanita acristalada de la puerta. Fueron discretos al no perturbarnos pero les perdió la curiosidad y se recreaban viéndonos tumbados, sudorosos y desnudos.
Quedamos quietos. Los vimos por el rabillo del ojo y supimos que éramos su objeto de observación. Luego desaparecieron. Cuando salimos, todo estaba, como siempre, desierto. Nos ceñimos sendas toallas a la cintura y nos acomodamos en dos de las hamacas de la zona de relax. Allí nos encontró Adela. Daba la impresión que la gente aparecía siempre sin que nos diéramos cuenta.
Surgió de la nada. Con su bata blanca, una sonrisa diáfana y un encanto muy fuera de lo normal, se acerco hasta nosotros y se intereso por la opinión que teníamos de las instalaciones. No pareció importarle que solo ciñéramos una toalla en la cintura y que Sonia, por consiguiente fuera con los pechos al aire. Tampoco se asombro cuando, mas tarde, nos despojamos ambos de las toallas y nos ducháramos casi ante sus ojos.
Adela era la masajista del SPA. Tendría de 35 a 40 años y la bata que la cubría disimulaba las formas de su cuerpo. Su piel blanquísima, el pelo rubio con melenita lacia, los ojos oscuros y las manos pequeñas y regordetas. Según nos explico la contrató la gerencia como masajista y encargada, por lo que lamentaba infinito que los días anteriores no hubiese podido acudir a las instalaciones al tener que acudir a un compromiso ineludible en San José. Nos pregunto si deseábamos recibir un masaje, cosa que rechazamos por lo avanzada de la hora, pero se ofreció a darnos uno, mas tarde, en nuestra cabaña, ya que éramos los únicos clientes que utilizábamos el SPA. Convenimos en que se presentaría a las 6,00 de la tarde y, tras agradecerle su deferencia, la dejamos ordenando una serie de frascos y pomadas.
La cabaña, como el día anterior, estaba caliente y acogedora. Realimentamos la chimenea, comimos y dormimos una siesta. La caminata, la sauna, nuestra exhibición nudista ante aquellos visitantes desconocidos y Adela, quedaron en el olvido.
Fue una siesta corta, pero intensa. Hay situaciones que se barruntan y ante las que los cuerpos, sin desearlo la mente, se preparan. Nos levantamos, nos duchamos arreglamos un poco la estancia y nos sentamos a esperar. Ambos vestíamos camisetas con motivos ecológicos que, por su amplitud y largura, permitían llevarlas sin utilizar nada por debajo. Sin una razón especial ambos estábamos contentos y relajados.
Fue puntual. Vestía igual que por la mañana y de una bolsa de plástico extrajo dos botellita con aceite de almendras dulces mezclado con esencia de rosas. Era muy simpática. Antes de iniciar su trabajo preparé y tomamos un te con hierbabuena y a su término, utilizando la elevada cama a modo de camilla, extendió sobre ella una toalla cubriéndola con una sábana. Extrajo de uno de los armarios dos rulos, uno para la cabeza y el otro para los pies y solicito a Sonia que se tumbara boca abajo apoyando la cabeza en uno y los pies en el otro.

Con la mayor naturalidad del mundo se despojo de la camiseta y se recostó. La vi desnuda sobre la cama con su culito menudo y respingon y las piernas abiertas esperando recibir el masaje. Antes nunca la había visto así y jamás había presenciado como alguien le daba un masaje. Adela lleno el cuenco de su mano con aceite y, con exquisita profesionalidad, lo fue extendiendo sobre la espalda y las piernas. La miraba y sentía una envidia sana. A mi también me hubiese gustado masajear a Sonia y mas con una experta a mi lado. Veo como sus manos suben y bajan, como sus dedos circunvalan cada vértebra, como efectúan arrollamientos, golpeteos, estiramientos. Como amasan los laterales, como friccionan, como presionan. No se porque ni cuando pero en un momento indeterminado le pregunte si podía ayudarla.

Sin inmutarse, y sin dejar de trabajar, me contesto que si con la cabeza. Yo lo deseaba. Me situé al otro lado de la cama, me rocíe de aceite las manos y empecé. “Sigamos por las piernas”, dijo Adela, “Usted por una y yo por la otra”Así se inicio aquella sesión doble de masaje. Mis manos se deslizaron sobre la pierna, del tobillo al glúteo, sobre el gemelo, en la pantorrilla. Estaba eufórico. Apenas si me daba cuenta de lo que hacia Adela. Yo friccionaba, torsionaba, presionaba, me concentraba al máximo. “Lo hace muy bien” la oí decir “Parece que lo ha hecho toda la vida”, “Siga usted con las piernas y yo me centraré en la espalda”. Fue mi confirmación en el arte del masaje. Me sitúe a los pies de la cama y contemple el culito de Sonia, sus piernas muy abiertas. Amplíe los movimientos coordinándolos en su conjunto. Mis manos ascendían por una pierna y descendían por la otra. Tan pronto estaban en el exterior como en el interior de los muslos. Golpeaban los glúteos descendiendo por la unión de los mismos rozando apenas el ano o el coñito, a mi parecer, totalmente húmedo. Solo el fuego de la chimenea y una pequeña lámpara sobre la mesilla iluminaban la cabaña. Inconscientemente mi audacia fue en aumento. Contemplé Adela dedicada a la espalda y yo, casi sin quererlo, empecé aventurarme en tocamientos que nada tenían que ver ya con el masaje.
El culo abierto y el sexo en carne viva me animaban. Deje las piernas, los muslos, los glúteos, lo deje todo. Mis dedos comenzaron a circunvalar su ano, lo empaparon de aceite, sintieron como se abría, como invitaba a su penetración. Bajaron luego hasta su coño y lo encontraron dispuesto, palpitante. Mas que un masaje era una masturbación con público. Así fue. Olvidándome de Adela los introduje en sus orificios. Entraban y salían. Mi propio sexo empezaba a tomar turgencia y grosor. Solo la camiseta evitaba que se viera. Quería más. Del cajón de la mesita de noche tome un vibrador y empecé, con el, acariciarle las piernas. Lo fui moviendo hasta la entrada de su sexo, lentamente se lo introduje y lo hice vibrar. Adela, a todo esto, se mantenía a lo suyo. O bien no veía nada, o estaba de acuerdo en mi actuación.
Sonia era la excitación en grado máximo. Yo, también. Alce los ojos y vi Adela centrada en su trabajo. Todo estaba igual. Bueno, todo no. Si al principio lo había pasado por alto ahora me di cuenta que se había desabrochado la parte superior de la bata, que no llevaba sujetador y que sus pezones, erectos, pugnaban por salir. Vi el canalillo de separación de sus tetas adornado por múltiples gotitas de sudor, sus aureolas casi transparentes, sus…., no pude ver mas pues en aquel instante dijo. “Por favor, dese la vuelta”.Sonia no dudo. Tenía ahora su coño ante mis ojos y sus tetas bajo las expertas manos de Adela. De nuevo me olvide del mundo y me centre en aquel clítoris que solo pedía caricias. Primero con los dedos y luego con el vibrador lo fui recorriendo. Voy excitándola, voy introduciéndoselo. No se mueve, acepta todo lo que se le haga. Adela ya se olvido de su profesionalidad y esta acariciándola, pellizcándola, sobándole las tetitas. Dejo el vibrador y, arrastrado de un deseo incontenible, introduzco mi lengua en su sexo. Esta mojadísimo. Hundo los dedos en su vagina y siento mi polla a punto de explotar. Adela, dueña ahora del vibrador, va recorriendo con el los pezones, el cuello, la boca. Todos estamos poseídos por una lujuria desatada. Sonia, de repente, levanta los brazos desbrocha los últimos botones de la bata de Adela y se la quita. Queda solo en braguitas. Veo sus dos tetas grandes, blancas con pezones minúsculos. Me quito la camiseta mientras ella hace lo mismo con las bragas y caemos los dos, como un ovillo, sobre la cama, donde Sonia untosa y ardiente nos espera.
Allí se concretó una orgia a tres bandas. Éramos seres enloquecidos por el sexo y ansiosos de nuevas experiencias. Mientras chupo y excito el sexo de Sonia, Adela se centra en mi culo, en mi pene. Pasa sus tetas por mi espalda. Yo doy placer a mi pareja y la experta masajista me lo da a mí bajo la atenta mirada de la primera que se mueve, se contorsiona y grita. Los tres llegamos al borde del espasmo y los tres nos corremos casi a la vez. Los tres, por ultimo, caemos rendidos sobre la cama.
Por la mañana nos despedimos. Estamos felices y contentos. Sin duda para cada uno de nosotros ha sido una experiencia nueva e irrepetible. Ninguno sabía que mecanismos nos habían abocado a ello, pero ninguno nos recriminamos el haber hecho lo que hicimos. Gozamos como locos. “Algún día volveremos”, dijo Sonia “y entonces confío que las instalaciones del SPA sean mas confortables. El resto ha sido excepcional, sobre todo los servicios de la masajista”

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